En la posguerra eran muy frecuentes las procesiones. Dejando aparte las tradicionales de Semana Santa, con pasos y nazarenos, las había casi todos los domingos por la tarde, pero la más importante, la que se llevaba la palma, acontecía el día del Corpus, uno de los tres jueves que, según el refranero, relucen más que el sol.

La noche antes de la procesión, se celebraba un concierto, con obras de Eduardo Lucena y Cipriano Martínez-Rücker, protagonizado por la banda municipal, delante del altar con el frontal de plata, instalado delante del Ayuntamiento.

Dicha procesión --de la que nos hemos ocupado en otras ocasiones-- tenía lugar, en virtud de un privilegio vaticano, la tarde del jueves solemne. Apenas transcurrido el mediodía, con antelación castrense, iban colocando soldados con casco y mosquetón, a lo largo del recorrido, separados dos o tres metros --como ahora estamos todos por la pandemia--, para que rindieran las armas al paso de la custodia. Enseguida, las calles del itinerario empezaban a poblarse, hasta quedar repletas por el bullicio de aquí no cabe un alfiler.

La procesión, precedida por los batidores municipales, la componían numerosos fieles: mujeres tocadas con velo, exhibiendo grandes escapularios que, vela en mano, no paraban de corear cantos eucarísticos; hombres con cirios colocados sobre una especie de bastón; niños y niñas con los atuendos que habían lucido en su primera comunión; representantes de las cofradías portando banderas y estandartes; alumnos de los colegios regentados por religiosos; todas las parroquias con su cruz alzada; miembros de la Adoración Nocturna; frailes y clérigos de las numerosas observancias que tenían convento o colegiata en la ciudad; largas filas de seminaristas con beca azul sobre la sotana y un gesto de recogimiento meditativo, que parecía algo teatral. Inmediatamente, entre nubes de incienso, aparecía la artística custodia de Arfe, una inverosímil torre de filigrana con campanitas.

Además de los fieles abundantes, la procesión contaba con tres presidencias: la eclesiástica, encabezada por el obispo, rodeado de canónigos, con atavíos de riguroso pontifical; la militar por el gobernador de la plaza, sus ayudantes y los oficiales francos de servicio uniformados de gala; y la civil por el gobernador, también jefe provincial del Movimiento, flanqueado por el alcalde y el presidente de la Diputación, con ediles y diputados antecedidos por cuatro maceros con medias blancas y dalmáticas de terciopelo granate.

Hemos dejado para lo último que las calles de la carrera estaban alfombradas con juncia, lentisco, romero, tomillo y todas las silvestres hierbas aromáticas de la serranía que, al pisarlas, desprendían el inconfundible olor del Corpus, que nunca ha abandonado nuestra memoria.

El jueves siguiente era la octava, también llamada el Corpus chico. Ese día, se repetía la procesión, pero con menos participantes, sin gentío presenciándola y un recorrido más breve, que transcurría por las calles que rodean a la Mezquita-Catedral. En los balcones del palacio obispal colocaban grandes tapices y don Adolfo Pérez Muñoz iba vestido de morado episcopal con una larga cola sostenida por dos acólitos. Pero las calles --como sucede en el reducido Corpus actual-- ya no tenían el peculiar aroma del Corpus Christi.

**Escritor