El pasado es un tiranosaurio, con sus mandíbulas terribles y sus bracitos ridículos. La patria es un tesoro futuro. El ayer, qué sé yo, es poco más que un esqueleto gigantesco al que damos vida sólo en nuestra imaginación. Hueso y arena. Ser un nostálgico --lo soy, me leéis-- no me obliga a contemplar el presente con la lupa de lo que sentíamos entonces. Somos lo que nos falta. Somos perpetuo camino. La nostalgia es mar, pero no puerto. De ahí la zozobra y, a veces, el mareo, los vómitos y el hambre. El pasado me habla, pero no escucho. Pintarrajeo en el cuaderno. Es un maestro aburrido. Todos fuimos felices en sitios que jamás existieron.

Tengo el mismo número de teléfono desde 1999, cuando Marta y yo nos compramos en El Corte Inglés de Ronda de los Tejares dos móviles Alcatel One Touch Easy duados. Lo que Amena ha unido, que no lo separe el hombre. Qué inocencia la nuestra, comprometernos en aquellas esponsales de antena corta y pantalla amarilla. Nada dura demasiado. El amor casi lo que menos. Marta tiene una hija preciosa. Una familia, una hipoteca, un montón de mensajes sin leer. Una llave que no abre nada en el fondo de un cajón. Tener hijos no es barato, pero tampoco lo es comprarse un Renault. Me aterra escuchar a las jóvenes parejas calibrarlo del mismo modo. Al Estado le pido seguridad, pero no el empujón. Es el médico que te cose la herida, pero no el amigo que te anima a que te lances con la patineta cuesta abajo. El amor es descalabro. Mañana es vértigo. La familia, si es de las que merecen la pena, siempre necesitará un bote de betadine cerca. Perdí la virginidad con Marta en su piso de Ciudad Jardín. El de los techos altos. En su cama de noventa. Sonaban los Smashing Pumpkins. Me temblaban las manos y los labios.

Como abandoné la carrera, no fui al acto de graduación que se celebró en el año 2003. Como he sido fiel a mi existencia, estaré encantado de asistir al acto de degradación que propongo celebrar en el verano de 2021. Beberemos igual. Quizá más. Arrastraremos las mismas inquietudes. Los imbéciles seguirán siéndolo durante bastantes más años. Marta también se quitó de Derecho. Se pasó a Historia del Arte. Allí se enamoró de un pintor. «Pregúntale si pone gotelé», le decía yo, despechado. Era pintor abstracto, como la fidelidad y los gintonics. Luego cambiamos de terminal, pero conservamos el número. Hasta hoy. Mi corazón y Nokia, irrompibles aparatos. A veces nos escribimos. Nos preguntamos: «¿Cómo estás?». Curioseamos en el Instagram del otro. Las exparejas no sirven para nada, ahí reside su belleza. La inutilidad nos acerca a Dios. Las compañías telefónicas han llegado a lugares en los que el Derecho Civil no tiene valor para entrar.

Hace tiempo que dejé de escuchar al hombre que quise ser. Me lancé, directamente, al júbilo y al desmayo. La Thermomix ha matado al salmorejo y no veo a la gente tan indignada. Mi madre lo hace como a mí me gusta, con tanto ajo que podríamos matar vampiros sin movernos del sofá. De mi familia aprendí que las semillas sólo germinan en tierra presente. Ni en la piel agrietada de lo que fuimos ni en la bruma plomiza de lo que vendrá. Seguir es un verbo precioso. Conjuga con cualquier desgracia. Ahora resulta que, luchando por el mañana, nos lanzamos al pasado: El ser humano es un animal castigado de ternura.

El sueño que sucede a un polvazo es un hogar verdadero e improvisado. El corazón negro de una amapola. Un psicopompo. Agua bebida directamente del grifo del lavabo. El sofoquito conejero, como yo traduzco la petite mort de los franceses. Siempre tan elegantes. También traduzco Ecce homo como «Aquí está er tío», pero ese es otro tema. La hija de Marta se llama como ella me prometió que llamaríamos a la hija que nunca tuvimos. No sé si su marido lo sabe. No importa, realmente. Es un nombre precioso. Quiero decir que un pasado tembloroso no puede estropear los presentes dorados. Que los días tienen su autoridad y sus espinas. Viajo a mi niñez no para encontrar respuestas, sino para hacerme nuevas preguntas.

«Ya que me lo preguntas, no puedo recordar la mayoría de los días. Camino y mi vestido está impoluto pese al viaje. Luego, el deseo casi innombrable vuelve. Incluso entonces, nada tengo contra esta vida», escribió Anne Sexton. No puedo afear a nadie el amor hacia sus orígenes, hacia una infancia blindada, hacia un tiempo que no es este tiempo. Un tiempo que ni siquiera es el tiempo aquel que recordamos, porque la memoria es plastilina mezclada. El cuento con el que nos dormimos. Hay amores nuevos, hay amores fluorescentes, embrionarios, salvajes, zoomorfos, umbilicales y masivos. Las familias son impredecibles. Mientras digo «hoy» ya se me ha hecho mañana. «¿Cómo va todo?», le mando por WhatsApp a Marta. Y en ese puñado de segundos hasta que contesta, han pasado más de veinte años.

*Escritor