Uno es de donde pace, no de donde nace’, reza el viejo refrán castellano, en una síntesis perfecta, como es habitual en este tipo de sentencias, de la necesidad que tienen muchas personas en todo el mundo -hora y siempre- de dejar su tierra, su paisaje físico, humano y emocional, sus raíces, su familia y sus amigos para ir a vivir a otro lugar que le ofrezca mejores oportunidades. Obviamente, las motivaciones son muy variadas, y no conviene simplificar, pero por regla general este tipo de procesos acarrean siempre cierto trauma interior, que puede conducir a la ruptura total o a hacer de la nostalgia compañera de viaje. Los gallegos y los portugueses lo han sabido definir mejor que nadie: saudade, morriña, añoranza…; porque por mucho que nos trajine la existencia, es difícil no sentir la ausencia del que fue nuestro entorno de niños cuando nos falta.

Dejar todo atrás y cambiar de país nunca es fácil; ni siquiera ahora, cuando los medios de comunicación han evolucionado tanto, las nuevas tecnologías permiten un contacto directo y cotidiano, y la globalización difumina poco a poco las aristas. No era así, sin embargo, en los pasados años sesenta, cuando tantos españoles, sin haber viajado nunca antes, hubieron de emigrar a Europa o a América en busca del futuro que aquí no tenían dejando atrás muchas veces a hijos pequeños, y se vieron obligados a reconstruir su día a día en dura y constante batalla con la soledad, la nostalgia, el trabajo a destajo y el vacío existencial. Nada que ver con la emigración al revés, desde un país rico a uno pobre, desde uno culto y desarrollado a otro mendigo de sí mismo, desde los verdes bosques de Alemania --por más que arrastrara todavía en aquellos años las duras consecuencias políticas, económicas y sociales de la Segunda Guerra Mundial-- a los duros páramos de Castilla. Fue esto lo que hizo en 1965 Peter Witte, cuando, tras muchas dudas derivadas entre otras mil causas del desconocimiento, aceptó la plaza de Fotógrafo Científico en el Instituto Arqueológico de Madrid, una de las instituciones extranjeras con más raigambre en nuestro ruedo patrio y que más viene trabajando en y por la arqueología peninsular desde 1943, en una clara muestra de la buena, fructífera y sostenida relación que existe entre las comunidades científicas de ambos países. Fue una decisión valiente, que muchos no entendieron. Desde la Alemania cartesiana, avanzada y rica (hablo, lógicamente, de la Occidental; la realidad oriental en aquellos años era bien distinta) se veían estas tierras casi como una prolongación de África. El mismo Witte reconoce que jamás se había planteado antes Europa más allá de los Pirineos. Su máxima concesión al pintoresquismo hasta ese momento había sido viajar por el sur de Francia, exótico sin duda para un alemán de pura cepa, pero dentro de un orden. Nada que ver, de hecho, con el carácter imprevisible, anárquico y epicúreo de los españoles; y en cambio nuestro país, en el que de entrada ‘lo predecible era precisamente lo impredecible’, le acabaría atrapando hasta hacer de él su segunda patria. Él y su familia vinieron en principio para dos o tres años con idea de vivir una nueva experiencia y engrosar el curriculum para luego promocionar su carrera en Alemania, pero acabaron quedándose treinta y cinco. Nunca se arrepintieron, nunca se aburrieron, y en realidad, nunca se han ido. Además de haber aprendido a la perfección nuestro idioma siguen fascinados por nosotros, quizá porque reconocen al mirarnos una actitud ante la vida, un sentido de la libertad, un epicureísmo y una efervescencia casi genéticos que a ellos les descolocan. Y, añado yo, no es para menos…

Ahora, Peter Witte, con el que tuve el privilegio de trabajar hace muchos años, ha recogido los recuerdos, las experiencias y las anécdotas de su larga carrera profesional en la Península, que le permitió viajar por sus más recónditos lugares hasta llegar a conocerla mejor que su propio país (son sus palabras), en un precioso, entrañable, ameno, seductor y muy recomendable libro que ha titulado Las aceitunas de Doña María. 35 años de viajes por la Arqueología Ibérica (Libros Pórtico, 2020). Como es hasta cierto punto lógico, el autor no logra desprenderse del todo en sus relatos de un ligero subjetivismo más que comprensible si tenemos en cuenta los contrastes enormes con su origen, cultura y formación que debió vivir en los primeros años de su particular epopeya; pero al tiempo destila en ellos una enorme capacidad de observación, encuadres, colores y luces que sólo un fotógrafo de su talla puede percibir incluso en la miseria, un finísimo sentido del humor que exuda ironía, inteligencia y bondad, y un esfuerzo consciente por intentar comprender y encajar en aquello que se le ofrecía sin prejuicios, tabúes o suspicacias. Más allá de lo que pueda tener de memoria personal, eso concede al volumen un carácter único, retrato de autor de una realidad arqueológica no siempre edificante, que enseña, documenta, entretiene y divierte.

*Catedrático de Arqueología de la UCO