Se había jurado que no lo volvería a hacer, no puedes seguir así, vas a acabar mal. Se había impuesto como obligación urgente buscar todo tipo de pasatiempos que lo alejaran de la tentación en la que tantas veces había caído. Tenía que encontrar entretenimientos saludables para no acabar de nuevo en esa oscura ciénaga desde la que no puede gritar para pedir ayuda, andar, andar hasta muy lejos con la perra, tienes que andar y quitarte de la cabeza toda esta mierda, leer, antes te gustaba leer, aprender a cocinar en condiciones, yo qué sé, engancharte a alguna serie, lo que sea, lo que sea para no perder la bolsa y la vida por culpa de esas vulgares tragaperras, por culpa de esas sórdidas máquinas de vaciar bolsillos que nunca ofrecen la combinación deseada, las tres tentadoras serpientes, los tres guerreros de sonrisa audaz. Se había jurado que no volvería a entrar a ese maldito sitio --salón de juego, casino, qué más da-- porque en ese sitio nada es tan fácil como parece, porque en ese sitio había notado por primera vez un coágulo de angustia y de culpa en la boca del estómago, porque en ese sitio el fracaso y la perdición sobrevuelan tu cabeza como buitres ávidos de inocencia, porque ese sitio es un sitio feo aunque antes de entrar veas la cara de una mujer atractiva y sonriente con pinta de trabajar en la consulta de un dentista o en la sección de cosmética de El Corte Inglés, aunque antes de entrar veas una cara de mujer que parece ajena al agujero en los ahorros y a la fatiga en el pecho y al sudor frío en las manos insensatas que se afanan en conseguir una recuperación que casi nunca llega.

Hoy será el último día. Tiene un presentimiento. No es la engañosa lucidez de otras veces, es la inequívoca convicción de que va a ganar lo necesario para minimizar las pérdidas globales y retirarse para siempre con buen sabor de boca. Son las siete de la tarde cuando entra. Lleva todo el día esperando este momento, todo el día visualizando la triple imagen en paralelo, ¡premio!, todo el día preparándose para el vértigo de estar otra vez dentro. Si todo sale bien será la última vez que se arriesgue. Tal vez siga de vez en cuando con lo de los partidos de fútbol. Eso es distinto. Eso lo tiene controlado. Eso no le genera mal rollo. Lo de la Mina de Oro es diferente. Así se llama el invento, ‘The Goldmine’, como si el letrero en dos idiomas hiciera menos cutre y menos burdo el engaño, más sofisticado y cosmopolita.

A las ocho de la tarde ya sabe que no será la última vez que entre. No ha ganado lo que esperaba ganar, aunque lo cierto es que ha perdido muy poco. Se bebe lo que le queda de cocacola y se levanta para salir. Le pican los ojos. Y habla en voz alta intentando tranquilizarse, venga tío, no está tan mal, la próxima vez... Y habla en voz alta procurándose consuelo hasta que su madre abre la puerta de la habitación para preguntarle si ha terminado las tareas.