Unos invitados llegan a una fiesta. Dejan sus abrigos en la entrada, pasan al salón y descubren que son los primeros en llegar. Suena una música suave de fondo, y las enormes mesas rebosan de platos y delicadezas. Se miran entre sí, satisfechos, solos en la habitación, y se dicen: somos los mejor vestidos de la fiesta.

Algún tiempo después, más invitados comienzan a llegar, de uno en uno o en grupos muy pequeños. Encuentran al primer grupo ocupando mucho espacio y armando jaleo, bailando con pasos largos entre las mesas. Los nuevos invitados se aposentan, lanzan algunas miradas entre despreciativas y celosas al grupo inicial, y revisan sus zapatos bien lustrados, sus vestidos más apropiados y perfectos, sus conversaciones más pausadas y medidas, y se dicen: sin duda somos los mejor vestidos de la fiesta.

A través de las altas ventanas se ve, desde la calle, un interior cada vez más lleno y extraño. Los cristales no contienen todo el ruido. Hay quien intenta entrar y tomar asiento, pero los porteros les impiden el paso. «Tal vez con mejor ropa». Aun así, siguen llegando invitados, a veces deslumbrantes. Saludan al portero despreocupados, y los grupos que encuentran les parecen iguales. No saludan. Tienen la impresión de que muchos visten las ropas grandes prestadas por un padre para la ocasión, o alguna extraña combinación vista en una revista de moda y ejecutada con poco dinero. Encuentran las conversaciones algo ridículas y les resultan muy familiares. Se dicen, aliviados: somos los mejor vestidos de la fiesta.

Entretanto, algún invitado del primer grupo ha vuelto a su casa, se ha maquillado de nuevo, ha cambiado por completo su indumentaria, imitando a los del segundo y el tercer grupo; y ha vuelto a la fiesta con mucho arrojo, sin mirar a nadie, negando conocer a sus compañeros del principio. Al llegar junto al tercer grupo, que charla animadamente en una mesa constantemente atendida, saluda y se queda callado, ordenando sus cubiertos. Soporta un poco la conversación, que se le hace tediosa, hasta que declara: debierais reconocer de una vez que soy yo el mejor vestido de la fiesta.

El primer grupo critica fuertemente al tercero. El tercero critica al segundo, que a su vez parece decir algo para sí, que los otros no llegan a oír. Es posible detectar ya algunos síntomas de embriaguez en unos y otros. Los porteros han sellado prácticamente la entrada, pero algunos paseantes se quedan mirando embobados el interior, los vasos llenos de licor y los brillantes vestidos. Unos golpean los cristales con furia, bam, bam, y se alejan murmurando. Otros se detienen, meditabundos, peinándose frente al débil reflejo en el cristal, y se dicen: visto cómo van, podría entrar ahí y ser el mejor vestido de la fiesta.

En la larga calle, junto a la hilera de ventanas iluminadas, se enciende un salón hasta ahora apagado. Rebosa platos y delicadezas. Lentamente, un grupo desastrado de invitados se acerca, entra y descubre que son los primeros en llegar.

* Abogado