Tres niños huyen de la mano, de noche, entre escombros y restos de metralla. Un adolescente cruza el desierto solo con su miedo a la mara y a «la migra». Varios jóvenes salen a protestar sobre un asfalto aún mojado de sangre. Todo esto ocurre mientras escribo.

Una treintañera con cáncer sigue encerrada en casa porque todavía no la vacunaron. Algunos ya están amontonados sin mascarilla, dicen que «el resultado les da igual». Los poderosos vuelan a Nueva York para ponerse la inyección que no llegará en años a las señoras que crían a sus hijos y limpian sus retretes.

Todo esto tan insoportable ocurre mientras escribo, mientras usted lee, mientras nuestras tertulias hablan sobre el fútil corte de pelo de un expolítico; mientras tantos deciden no poner las noticias porque «son tan tristes» y «hay que vivir».

La pandemia, ya está comprobado, no nos ha hecho mejores. Tampoco es una gran sorpresa. Lo que sí me asombra es que todavía, después de más de un año de horror global, de sufrir lo mismo y al mismo tiempo que millones de personas en el mundo, tantos sigan sin interesarse ni sentir empatía por lo que pasa más allá de su ombligo. Sigan sin entender, aunque sea por puro egoísmo, que mañana ellos pueden ser los otros.

El jueves fui a enviar un paquete y la funcionaria dudó en qué país está Bogotá. Su compañera comentó que «allí están fatal ahora». Ella respondió que no ve las noticias. Yo quería decirle que mi abuela, que casi le dobla la edad y no pudo salir a estudiar, sabe todas las capitales de Latinoamérica porque en nuestras casas siempre se come y se cena con el Telediario. Supongo que también le importaría un bledo, no se lo dije.

Cualquiera que haya abierto un periódico, visitado un digital, puesto la radio o visto un informativo sabrá que los niños entre metralla están en Gaza, el adolescente en el desierto es centroamericano, los jóvenes asesinados por protestar yacen en Colombia.

Sabrán que la treintañera con cáncer encerrada puede ser, por ejemplo, española. Que los del «resultado nos da igual» comparten tiendas y médico con nosotros. Que los poderosos vacunándose en Nueva York tienen pasaportes de México, Argentina, Perú.

Vivimos estos días en una hipérbole brutal del «sálvese quien pueda», «el que no corre, vuela». «Ande yo caliente», «tonto el último». El refranero del egoísmo es tendencia global.

Decía el otro día un analista en la tele que claro, no vamos a pedirle a los que ya están vacunados que «se fastidien» porque todavía tantos no lo están. ¿No? ¿No vamos a pedir que sigamos cuidando a los todavía vulnerables? ¿No habíamos quedado en que de esto no se sale hasta que salgamos todos?

En septiembre volverán a llenarse las aulas y me pregunto si no deberíamos pasar por allí todos a recuperar lo olvidado. Fue en el colegio, cuando aún llevábamos babi y apenas aprendíamos a leer, donde nos enseñaron que no se deja a nadie atrás. Que el prójimo importa. Que siempre hay que esperar por el último.

* Periodista