Siempre intenté dar afecto al enemigo, tender mi perdón a quienes a diario me lastiman y llenan mi corazón de espinos y zarzas. Es pura cuestión de supervivencia, o de pragmatismo sencillo y saludable. Actuar de este modo ayuda a ser feliz y a vivir sin llevar a la espalda una mochila cargada de odio, inquina y resquemor, que nos hace infelices sin que nos demos cuenta. El amor y el perdón son el bálsamo que cura la infelicidad y la desesperanza que acechan en cualquier recodo del camino. Vivir perdonando alarga la alegría. La vida es tan breve como el resplandor sutil de una libélula posada, un día de sol, sobre la luz vespertina de un estanque. No es bueno guardar en nuestro corazón hoces de odio oxidado y de rencor que acaban segando nuestra felicidad. Desde que era pequeño entendí que la existencia es, de alguna manera, una oportunidad para crear un pequeño paraíso en el entorno que, a diario, nos movemos. Hemos venido al mundo a dar amor (aunque esto parezca una perogrullada) y no, en cambio, a sembrar el odio y el desprecio. Hablo de estos asuntos en una época difícil de crispación social en el ambiente, en unos tiempos turbios y agresivos donde carecemos de referentes éticos. Y aquí es cuando surge Jesús de Nazaret, no ya como Dios -que lo que es para el que cree-, sino como un modelo de hombre bueno, equitativo, revolucionario y justo, cargado de amor y empatía con los pobres y los desheredados de la Tierra.

En el fondo sé lo que arriesgo al decir esto, ahora que está tan de moda descreer y, antes que humilde, empático y sereno, ser un tipo agresivo, terco y arrogante. Los sencillos no triunfan ni medran en este mundo, ni tampoco los mansos heredarán la tierra. Si hablas de Dios o Jesús de Nazaret enseguida eres tachado de meapilas o de ser, simplemente, un casposo trasnochado con el alma impregnada de un tufo de posguerra que escandaliza y aburre a los ateos o a los que, sencillamente, no creen en nada que no se sustente en un brutal materialismo (neoliberalismo económico le llaman) que nos hace egoístas, despóticos e insensibles ante los desheredados del planeta. Para acercarse a Jesús de Nazaret, como un referente arquetípico moral, uno debe, ante todo, despojarse de su ego, de la altivez, la soberbia y la codicia, del rencor y la envidia que acaba consumiéndonos, evaporando la luz ventricular que oxigena y ventila los rincones del espíritu donde aún halla un huequito el aire de la infancia. Si queremos seguir a Jesús de Nazaret e imitar su profunda revolución de amor, de justicia, igualdad, y ternura solidaria, hemos de volver a convertirnos en niños y mirar la vida con ojos de inocencia. Pero no debemos quedarnos en la teoría, sino intentar ser coherentes y realizar una lucha titánica a diario contra el mundo discurriendo en la luz, siempre a contracorriente, llevando a la práctica aquello en que creemos, como esos salmones que nadan por el corazón de un río raspando su vientre contra un manto de guijarros en un sentido contrario al de las aguas. El ejemplo que deja Jesús es el de un hombre que revistió su vida de humildad y se entregó a predicar con el ejemplo, señalando sin miedo a charlatanes y mercaderes, demasiado frecuentes en aquella sociedad lo mismo que en esta, aunque hayan transcurrido de entonces hasta hoy más de dos milenios. Miremos si no a muchos de los que nos dirigen: ¿son modelos a seguir? ¿Son acaso un buen ejemplo de pureza moral, de dignidad y coherencia?

Que no es fácil seguir el ejemplo de Jesús lo sabemos muy bien quienes aún creemos en él lo mismo que ayer, cuando éramos chiquillos y veíamos la vida con la sencillez romántica de un jilguero posado en la rama de un almendro. Cuando eres pequeño todo lo magnificas y ves a tu padre casi como un dios, un modelo a seguir, la fulguración de un héroe que nunca habrá de morir mientras crecemos y se van doblando los días como hojas a nuestro alrededor de un modo dulce, como si latiera en su esencia el infinito. Fue en aquellos días de mi niñez rural cuando me mostraron el mensaje de Jesús, la parabólica luz de su evangelio. Y lo que más me admiraba, aun siendo niño, era la nitidez de su mensaje y la coherencia azul de sus parábolas que entraban en mi espíritu ingenuo y cristalino como si fueran semillas de centeno que, al poco, crecían movidas por la brisa de una fe sustanciosa, firme e inquebrantable, que me animaba a transformar el mundo en un cetro de amor que amparase a los vencidos, a los expatriados, los pobres y los enfermos. Ya soñaba esos días, como Martin Luther King, con la igualdad y la justicia. Era un iluso. Sé que era un iluso; pero allí estaba el maestro, Dios en esencia, Jesús de Nazaret, para mostrarme el camino. Desde entonces hasta el día de hoy: sigo pensando igual. Ante la decepción de un mundo huero de referentes éticos y morales, uno debe aferrarse al ejemplo de Jesús para cubrir el musgo del horror, la corrupción brutal que nos rodea, de una tierna capa de afecto y de diálogo con quienes no piensan lo mismo que nosotros, buscando concordia y amor, no enfrentamiento.

* Poeta