Son muchos los datos que ilustran con patencia el escaso ascendiente que en Roma ha tenido el catolicismo español contemporáneo. Ni siquiera cuando el Vaticano estuvo de hecho rectorado por el secretario de Estado Rafael Merry del Val, durante el pontificado de San Pío X (1901-14), pudo compararse su influjo con el ejercido por la III República Francesa. Con un Papa, Pío XI (1922-39), muy distanciado de San Pío X en su empatía con nuestro país, esa presencia se situó en niveles mínimos.

Un ejemplo muy sobresaliente de ello se encuentra en un episodio acontecido en los comienzos mismos de la guerra civil de 1936. Un sexenio atrás justamente, un Papa muy intelectual como el de la Quadragesimo Anno decidió potenciar el protagonismo de la Iglesia en el campo científico con una reforma de ‘fond à comble’ de la Pontificia Accademia dei Lincei en una Academia Pontificia delle Scienze. Adentrado el otoño de 1936, después de dos propuestas fallidas del lado de Roma de un reducido haz de intelectuales hispanos tras un estudio de sus creencias religiosas, el Vaticano decidió prescindir de la presencia de nombres españoles en la nueva institución.

Sin acudir a una historia esmaltada de nombres hispanos en los momentos cumbre de la aportación cultural del catolicismo, en la contemporaneidad más estricta, la relevancia de distintos autores españoles resultaba, a los ojos de observador imparcial, harto probada. Aunque la obra de X. Zubiri (1898-1983) se hallaba en su deslumbrador arranque, se ofrecía ya altamente cotizada en las bolsas universitarias y bibliográficas, como lo era de forma más generalizada la de su maestro Juan Zaragüeta Bengoechea (1883-1974), catedrático del Alma Mater madrileña. Empero, la nombradía y contribución de ambos guipuzcoanos quedaba opacada por la tarea ya casi consumada de un sabio y ejemplar sacerdote aragonés y docente titular igualmente de la Universidad madrileña, D. Miguel Asín Palacios (1871-1944). Arabista de prestigio internacional y discípulo predilecto del insigne filólogo e historiador valenciano D. Julián Ribera (1858-1934), su buido y acribioso análisis sobre las fuentes musulmanas de la ‘Divina Comedia’ -‘La escatología musulmana en la Divina Comedia’ (1919)- le granjearon de inmediato el encendido aplauso de los especialistas de Dante de todo el planeta.

Solo por la ausencia de tal nombre estaba por entero justificada la protesta del representante oficioso ante la Santa Sede de la España franquista, el marqués de Magaz, quien ya había desempeñado la embajada en el Vaticano en los días de Primo de Ribera. «Todo el mundo católico está representado en el sabio organismo como pública y fehaciente prueba de la universalidad de la Iglesia. Todo el mundo católico, menos España. Nuestra nación esencialmente católica, no ha producido, sin duda, ningún nombre que por su saber sea digno de pertenecer al ilustre aerópago. Esta España que cuenta en su historia tantos sabios esencialmente católicos no posee hoy ninguno capaz de representarla en la ilustre academia. Porque no puedo ni quiero suponer que la ausencia de España, la patria de San Isidoro, sea un olvido o una voluntad de omisión» (V. Cárcel Ortí, Diario de Federico Tedeschini (1931- 1939. Barcelona, 2019, p. 681).

Una guerra civil no se dibujaba, sin duda, como la mejor coyuntura para que el Vaticano hiciera una selección de científicos y escritores ilustres de una España desgarrada; mas los errores a lo que ello podía conducir eran, con todo, menores que los derivados de un completo eclipse. La generación del 27 y todo el primer tercio del novecientos habían representado un fastigio total y con reflejos universales en el campo cultural, lo que hacía doblemente inexplicable el desaire o culpable olvido de los no pocos intelectuales católicos de eco internacional que deberían haber aportado su concurso al buen quehacer de la institución pontificia.