No se entendería la cultura cordobesa sin los patios. Aunque ser Patrimonio Inmaterial de la Humanidad no les quita ni les pone ni un ápice de lo que son. Más bien son ellos los que nos revelan sus secretos y esencias, o al menos nos las presentan para que aquellos que se atrevan a recorrer ese camino que va del efecto a la causa, descubran en clave de poesía el verdadero sentido que hace que en un patio cordobés lo que se ve es mucho menos de lo que se presiente. Esas paredes encaladas de las que cuelgan las macetas floridas como los pendientes de una novia no son nada sin la mano que las mima y aún menos todavía sin la mano que las hace crecer y les da color con tal delicadeza que parece que las flores están pintadas a besos. Mirar un patio no es ver, es entender la doctrina de ese cielo que se recorta en sus muros y tejados y que marca la doctrina del tiempo, de la naturaleza, del universo. Sin cielo no habría patio, ni sin patio emprenderíamos ese viaje iniciático del alma para entender su metafísica de sol y estrellas hermanadas de flores e intimidad. En cada patio hay una oración o muchas ocultas en personas y flores. En un patio no se está sin rezar. O si se está, entonces que no se diga que se ha estado. Pero rezar como lo hace la primavera, no de otra forma ni manera, con la salmodia de esa savia que recorre tallos y pétalos, con el susurro piadoso del agua que corre, y sin dejar de mirar al cielo con el rabillo del ojo como se mira lo que se ama. O como se reza en un Nacimiento. Pues en cada patio se presiente la paternidad y maternidad de sus cuidadores, de sus moradores, cuyos amores y pasiones hacen de cada patio un recién nacido ofrendado al cielo entre mantillas de gitanillas y geranios. Córdoba se acicala en sus patios, joven, eternamente joven, ajena al paso del tiempo, pues la poesía no lo conoce.

* Mediador y coach