Ya van siete episodios de la serie documental sobre Rocío Carrasco. Lo que era un buen testimonio para visibilizar la violencia de género se ha convertido en un ridículo circo. Llegados a este punto, creo que todo el mundo ya tiene claro que el relato y la opinión de las Carlotas Correderas, Marías Patiños o Lidias Lozanos no nos importan absolutamente nada. Han conseguido que yo, la más firme defensora de este documental, ya no lo pueda ni quiera ver más. Ha explotado el barómetro del amarillismo, el oportunismo y el ego general de toda la plantilla de Telecinco. Lo que parecía que era una buena idea al principio, eso de acudir a la casa del villano para contar su verdad, se ha convertido en una trampa para Rocío Carrasco. Es absolutamente imposible a estas alturas de la película, ver o entender algo.

Hay demasiadas voces y demasiadas luces. Cero autocrítica y un constante debate sobre algo que no hay que discutir. No se puede debatir de todo ni todo el mundo está preparado para ello. Pero como decía Samanta Villar el otro día en el programa: «Se trata de una industria que trasciende a la mala práctica de periodistas, de directores de programa o de directores generales de empresas, que cotizan en el Ibex 35. Estamos en una de ellas.» ¡Te aplaudo hasta con las orejas! Y por surrealista que parezca, la única tertuliana que hace un poco de autocrítica es Belén Esteban. Ella, que ni siquiera es periodista. Se siente avergonzada, arrepentida y se la nota afectada de verdad. Los demás, los grandes periodistas del corazón, se limitan a gritar y debatir sobre hechos indiscutibles. Ni siquiera fueron capaces de entrevistar a Rocío Carrasco cuando la tuvieron en directo en el plató hace unas semanas. Y es lógico. No saben hacerlo. Saben hacer espectáculo, show. Eso sí lo hacen bien. Pero claro, poner a esa gente a debatir sobre violencia de género y ética periodística, es delirante. El resultado es la nada. Intentando poner tanta luz, han explotado todos los focos y nos han dejado un negro tristísimo.

* Periodista