Hace meses, al ver en televisión cómo el coletudo vicepresidente populista y una condesa conservadora de rompe y rasga se ponían de vuelta y media, como los trapos, en la sede de la soberanía popular, no pude contenerme y en un desahogo les grité, aunque no pudieran escucharme: «¡Mamelucos, qué razón tenía Eugenio d’Ors al decir que en España lo más revolucionario que se puede hacer es tener buen gusto!». Desde entonces, creciente e inquietantemente, no paramos de rebatir en voz alta lo que dicen nuestros representantes cuando los vemos desbarrar en la pantalla.

Por fortuna, nunca fuimos a la consulta de un psiquiatra, pero ahora --a la vejez viruelas y encima con pandemia-- vamos a tener que hacerlo pues no podemos soportar, en silencio, que Casado se pase la vida asegurando en TV que capitanea el centro-derecha. Al momento, lo refutamos a vivo grito, sobre todo si, como es frecuente, insiste en que su PP ocupa el lugar donde habitó UCD. En esa tesitura nos llevan los demonios y, sentados en la mesa camilla, le pedimos que deje de engañar hasta el lucero del alba y que no olvide la realidad histórica de su partido que, incesantemente, presume de constitucionalista a rajatabla. Dudosa verdad, ya que --le rebatimos-- en 1978, de sus 16 diputados, 6 votaron en contra de la Carta Magna y 4 se abstuvieron. Lo mismo que pidió en mítines y encuentros el luego heredero Aznarín --así lo llamaba Umbral-- que, también, se declaró entusiasta de que Fraga, con su mal gusto habitual, pusiera a Suárez como chupa de dómine --por favor, lean el Diario de Sesiones-- cuando González protagonizó la moción de censura que lo catapultó a la mayoría absoluta del 82.

En resumidas cuentas; si continúo recriminando, en voz alta y desde la butaca, la conducta de los personajes públicos que aparecen en la pequeña pantalla --en algunas ocasiones, también pronunciamos improperios mientras los mandamos a freír espárragos o a lugares fétidos--, al mentir como bellacos y caer en falsos testimonios, tranquilamente, como quien oye llover; si --repito-- continuo así, no me cabe duda que estamos camino del centro --pero médico-- para que un psiquiatra revise nuestra extraña conducta, cada vez que oímos promesas etéreas, falsedades ladinas, dislates como catedrales y a Casado presumir de ser el centro-derecha. Afirmación que, además de descentrarnos las ideas --¿cómo es posible estar en el centro pactando a tutiplén con los neofranquistas de Vox?--, nos recuerda una máxima que repetía mi abuelo Rafael: dime de lo que presumes y sabré de lo que careces.

Los párrafos anteriores los escribimos el Viernes Santo y pensamos continuarlos después de ir a la consulta médica con el psiquiatra. Pero la hemos ido aplazando porque un amigo, al que le sucede lo mismo, nos convenció de que a nuestra edad, sin poder retirarnos del mundanal ruido y profesar de cartujos, para evadirnos del esperpento y seguir, como el clásico Fray Luis, «la escondida senda por donde han ido, los pocos sabios que en el mundo han sido», el mejor remedio que tenemos, como paliativo de nuestra dolencia, es copiar la conducta más repetida por los propios políticos que nos inflaman: es decir, ser pasotas de todo lo que nos puede enervar y salga el sol por Antequera, mientras ande yo caliente aunque se ría la gente.

Así íbamos a hacerlo, pero nuestro gozo en un pozo. La realidad es que, con la electoral movida política madrileña en plena marcha, nos hemos agravado, hasta el punto de necesitar, con urgencia y como mínimo, que algún facultativo nos recete una píldora para poder permanecer callados e impasibles cuando --por ejemplo--, escuchamos que el sainete representado en Madrid por el veleidoso Cantó, que cambia de partido e ideas con la misma facilidad que de camisa, es un acto de «reafirmación patriótica». Reafirmación patriótica que tiene castañas y que, según sentencia del Tribunal Constitucional, se llevó a efecto vulnerando de cabo a rabo la normativa vigente. ¡Viva el patriotismo! .

* Escritor