Ni los hombres son culpables tan sólo por el hecho de ser hombres ni tampoco los menas por ser menas. Esto, dicho así, es una verdad de Perogrullo, pero así respondemos a este bombardeo filibustero de acusaciones varias, sin pruebas de por medio, desde que se ha vuelto necesario recordar la presunción de inocencia una semana sí y otra también. No existe ningún género, ni geografía de origen, ni edad, ni raza, que garantice la culpabilidad de nadie. Porque para el derecho penal, en una democracia, no hay categorías: hay individuos. Esto, entre otras cosas, es lo que hace imprescindible insistir en esta defensa a machamartillo de la vieja presunción de inocencia, algo que no siempre comprenden ni se muestran dispuestos a aceptar en la familia del feminismo más extremo o radical, o recién convencido: que no se puede condenar a nadie solo porque alguien lo señale, o por su condición, sin una prueba en contra. Porque la alternativa es el totalitarismo. Por eso en la Alemania nazi, que recordamos sólo cuando nos interesa, los judíos eran culpables por el hecho de serlo. Y los homosexuales. Y la gente de izquierdas. Y los disidentes. Todos eran culpables no de nada en concreto, sino de pertenencia a una condición que el régimen había criminalizado. Y lo había hecho a conciencia, con una propaganda exhaustiva que incluía carteles no muy diferentes a los que ha colocado Vox en el centro de la campaña electoral de Madrid y en el metro vibrante de la Puerta del Sol.

Alguien dirá que el cartel en cuestión apunta a una verdad. Vamos a analizarlo. Aparece una anciana venerable y un muchacho joven, encapuchado, con la piel oscura, al que se le ven solo los ojos, porque está embozado, con el siguiente texto: «Un mena, 4.700 euros al mes. Tu abuela, 426 euros de pensión/mes». Podemos quedarnos en la veracidad del dato o podemos pensar en las comparaciones análogas que podrían hacerse con los mismos datos. Cuánto cuesta al Estado mantener a un enfermo -sea un niño, un anciano o cualquiera de los dos, pero terminal-, cuánto cuesta la sanidad pública, ciertas iniciativas del ministerio de Igualdad o las embajadas catalanas. Las comparaciones podrían ser infinitas, empezando por el propio Santiago Abascal, que en 2013 recibió un sueldo de 82.000 euros anuales presidiendo la Fundación para el Mecenazgo y el Patrocinio Social. Luego reconoció en una entrevista con Susana Griso que él sabía muy bien lo que eran esos chiringuitos, precisamente porque los conocía desde dentro. Pues bien: si hacemos el mismo cartel, pero con una abuela y Abascal, y dividimos su sueldo en mensualidades, podría salirnos el siguiente eslogan: «Santiago Abascal, por dirigir una fundación que no hizo nada, 6.916 euros al mes. Tu abuela, 426 euros de pensión/mes». Tiene su punto de demagogia, sí: pero es que el cartel de Vox es eso, demagogia, en un enquistamiento ante los menas que solo se explica en un sentido, y no precisamente el del razonamiento.

Aunque el Juzgado de Instrucción número 48 de Madrid, en funciones de guardia, haya denegado la medida cautelar solicitada por la Fiscalía Provincial para la retirada del cartel, la causa continuará en el Juzgado de Instrucción número 53. Este empeño de Vox por criminalizar a los menas lo sitúa, efectivamente, allá donde lo quieren sus enemigos políticos: en el racismo puro y duro. Otros discursos suyos, como el cuestionamiento del estado autonómico o la ley de violencia de género, entran fácilmente en debates de teoría política o penal. Pero no pueden criticar, por un lado, que los hombres no sean culpables por el hecho de serlo, o una ley que arroja sobre ellos la sombra de la culpa en cuanto son denunciados, y, al mismo tiempo, criminalizar ellos a los menas solamente por serlo.

¿Cuál es la variación en el criterio, su matiz diferencial? Únicamente la raza y procedencia. Porque, como he escrito alguna vez aquí, en España, por desgracia, nunca hemos necesitado a menores migrantes no acompañados para que se viole o agreda a las mujeres. Pensemos en los casos más sonados: son de autoría española. Pero el cartel de marras solo tiene un sentido y no es edificante. Es criminalizar a un grupo por el hecho de serlo, pero no por sus actos individuales. Igual que hacía el nazismo. No es política: es odio. Los habrá delincuentes: aunque no solo, y como en cualquier parte. Pero han conseguido que esa palabra, «mena», que debería llevarnos al amparo, los criminalice como colectivo. Y son chicos sin padres, en una tierra extraña.

* Escritor