Un hecho indubitable: en la gráfica de las relaciones entre la Iglesia y el Estado de la contemporaneidad española el pontificado de Pablo VI señala el nadir, el punto más bajo. Con un conocimiento de excepción de la literatura y el pensamiento francés del novecientos, educado en el seno de una familia ilustrada burguesa de la Italia norteña de ninguna empatía con la cultura y la historia españolas y ardido defensor del credo demócrata en todas sus manifestaciones, el Papa de la ‘Populorum Progressio’ no se recató en exceso desde la juventud en ocultar la invencible hostilidad que le provocaba el carácter hispano y buena parte de su inmenso legado cultural. Ni siquiera la proximidad y estrecha colaboración con Pío XII atajaron dicha actitud. Posicionado de tal manera, no es de extrañar que en su gobierno estuviera a punto de reproducirse un acontecimiento que semejaba retrotraer las mencionadas relaciones a alguna de las crisis más álgidas del siglo XIX, cuando se rompieron o estuvieron a punto de hacerlo bajo gabinetes del más estricto y señero progresismo. A tal respecto, el famoso «caso Añoveros» fue, desde luego, mucho más que una anécdota, aflorando a plena luz las tensiones entre Madrid y Roma en la recta final del franquismo.

La designación del cardenal Tarancón para la sede complutense, previo su traslado de la archidiócesis primada, señaló inequívocamente que la Transición se adelantaba en el calendario vaticano. Y así en las postrimerías del tardofranquismo la Iglesia docente española aceleró su desembarco en la monarquía juancarlista, de la que se evidenciaría al comenzar su andadura como uno de sus pilares básicos. En todo este bien planificado proceso, el catolicismo tradicional español tampoco ahorró las muestras de reluctancia hacia el Papa más decidido en su apertura a la modernidad como adalid y símbolo del Concilio Vaticano II (1961-65). Espíritu tremente, Montini no dejaría de acusar con sincero pesar el dolor que le provocaba la actitud de buen número de católicos españoles. Así llegó a confesárselo un día al primado tarraconense Mons. Ramón Torrella Cascante: «Llevo dentro de mi corazón esta tristeza, que en España creen que el Papa no ama a España» (Buqueras y Bach, I., ‘Cataluña en Madrid. Una visión de Cataluña desde Madrid’. Madrid, 2019, p. 231).

El muy efímero pontificado del buen Papa Luciani (agosto-setiembre 1976) no dejó huella alguna destacada en el relato de las relaciones entre Madrid y el Vaticano. No obstante, de los escritos de quien fuese Patriarca de Venecia cabe inferir legítimamente que su actitud ante España y su pasado hubiera sido muy favorable. Tales son las muchas muestras del alto aprecio y viva simpatía que suscitara en su ánimo la historia del catolicismo español con el inmenso patrimonio de sus santos y aportaciones al patrimonio de la Iglesia universal.

Peraltada, tal fue, según es harto sabido, la postura de su sucesor S. Juan Pablo II (1978-2005). Arquetípico representante del nacionalcatolicismo polaco y autor complacido de una tesis doctoral sobre Santa Teresa de Jesús, prodigó desde el principio de su pontificado los gestos y las acciones empáticas con todo lo relacionado con la vieja España. De ahí que no quepa sorprenderse del férvido entusiasmo que despertara en las masas tradicionales, arrebatadas en el celo por su carismática figura en las dos visitas que el Papa Wojtyla hiciera a España. En el corazón mismo de la catolicidad hispana, en Santiago de Compostela, tendría lugar su célebre apelación al Viejo Continente en la fidelidad a las raíces esenciales de su personalidad más honda. Asimismo su resuelta opción anticomunista aumentó hasta el extremo su popularidad en el ancho campo del conservadurismo español, identificado con el Pontífice de la ‘Centesimus Annus’ en medida quizás solo comparable con Pío IX y San Pío X.