Hace justo una semana el Congreso de los Diputados aprobaba la Ley de Protección de la Infancia y Adolescencia, que viene a ampararlas en su integridad física, psíquica y moral frente a cualquier forma de violencia. Se refiere sobre todo al maltrato, el abuso sexual y el acoso escolar, pero en realidad el maltrato tiene muchas caras. Maltrato es también, sin llegar a tragedias extremas, el drama cotidiano que sufren niños y jóvenes como consecuencia del largo año de pandemia, a la que no se le verá el final hasta que el mundo entero esté vacunado, y queda mucho para eso. El coronavirus no solo golpea la salud y a veces la hiere de muerte, también ha aumentado las brechas de inclusión social, educativa y digital que ya vapuleaban antes a la población vulnerable. Algo que en el caso de los más jóvenes amenaza con dejar cicatrices permanentes en toda una generación, la que construirá el futuro. De ahí que los expertos apunten la necesidad de sanar las lesiones con urgencia, y hacerlo no precisamente con tiritas y los consabidos debates que no sirven para nada sino con una buena planificación política y económica.

Según el Alto Comisionado del Gobierno para la Pobreza Infantil, España cuenta con una de las tasas de riesgo más altas de Europa, un 27,4%; o sea, que más de uno de cada cuatro menores son pobres. Una situación de carencia que se agrava en los hogares monoparentales y entre la población inmigrante. En cuanto a la desigualdad educativa, el informe del citado organismo referido al año 2020 revela que la mitad de los NNA (sigla oficial, e inclusiva, para referirse a niños, niñas y adolescentes) que viven en hogares con muy pocos ingresos no se conectan nunca a internet para hacer los deberes, sencillamente porque no lo tienen, o lo hacen con escasísima frecuencia; y eso, en tiempos de clases no presenciales, se tradujo en que estos niños se quedaran rezagados en su aprendizaje. Otro frente de vergüenza --debería dársela a quienes consienten estas situaciones sin hacer nada por evitarlas-- es el de la salud, pues los niños y adolescentes de familias sin recursos padecen una alimentación deficiente y condiciones de habitabilidad precarias que a la larga pueden acarrearles enfermedades. Y todo ello por no hablar del infierno de la violencia de género caldeado en muchos hogares en los días del confinamiento, del que los menores también son víctimas, a veces en propia piel.

Pero si los niños lo tienen difícil, las circunstancias actuales de los jóvenes no se presentan más halagüeñas. Datos publicados en febrero por el Ministerio de Educación ponen de relieve que el coronavirus ha aumentado el número de ‘ninis’ --los que ni estudian ni trabajan-- hasta el 17% (2,4 puntos más que en 2019); es decir, uno de cada seis chicos y chicas españoles de entre 15 y 29 años no tienen oficio ni beneficio, porcentaje al parecer más relacionado con el desempleo que con el abandono escolar, ya que según las mismas fuentes la población de este tramo de edad que se forma ha aumentado ligeramente, se supone que en espera de acceder a un puesto de trabajo por muy mal pagado que esté. La falta de expectativas y la precarización del mercado laboral, que entre otras cosas dificulta el acceso a una vivienda propia aunque sea en alquiler por habitaciones, ha hecho que unos 30.000 jóvenes andaluces que se habían independizado vuelvan a casa de sus padres. Por suerte en esos casos está el colchón familiar para amortiguar el golpe. En otros, la caída es en picado, y hay que actuar pronto y eficazmente para evitarla.