Los españoles estamos en una encrucijada de identidades. Es lo que tiene la diversidad y el pluralismo. Atendiendo a lo más próximo, y también más primitivo, apelamos a una identidad local, provincial y regional. Así los de Alcaracejos somos mojinos, cordobeses y andaluces y podemos añadir aquello de pedrocheños -que no vallesanos- por la Mancomunidad que nos cobija. Si, por solidaridad nacional, empatía y para concordar con las leyes, ampliamos el foco, hemos de sentirnos algo murcianos, un poco catalanes, desde luego extremeños, manchegos y navarros, canarios y gallego... y así, hasta diecisiete sentires autonómicos.

Pero, claro, desde Europa no dejan de llegar turistas y dinero, además de advertencias, y hemos de compartir, y también comprender, «la grandeur de la France», la rigidez germana, la inestabilidad italiana o la justicia belga. Así que nuestra identidad se difumina navegando entre acuerdos firmados, aquello que es correcto en el juego político, lo que más nos conviene y el perfil español del gobierno de turno.

El intento de confundir el macizo del Atlas africano con la frontera natural que son los Pirineos, además de un error, es exageración, pero sí es cierto que España comienza en África y además le afecta –con intensidad– todo lo que ocurra en ese continente y muy especialmente en su zona norte. No es casualidad que en España moren un millón de africanos (2020) y que se reciban miles de emigrantes. La geografía nos obliga a ser puente y residencia, además de país receptor de productores en tiempos de cosecha. Si incorporamos personas de otras culturas, de otras etnias, lo normal es que, con el tiempo, se produzcan interacciones en la sociedad y las cosas cambien. Además, la historia nos confirma que los intercambios con África y Oriente Medio tuvieron lugar durante siglos. Siempre anidaron importantes semillas afroasiáticas en esta piel de toro. Aparte de influencias, el polvo de un aéreo desierto, que no tiene fronteras, nos envuelve a menudo.

La lista de culturas resulta interminable pues a la multitud de residentes africanos hay que añadir casi 800.000 mil suramericanos, 700.000 rumanos, 200.000 chinos... más los dos millones y medio de españoles que, al vivir fuera, traen ideas muy evolucionadas del concepto de frontera y de costumbre. Solo hay que salir a la calle y observar a las personas con las que te cruzas. La globalización conlleva el mestizaje de culturas, usos y costumbres y el concepto tradicional de identidad se debilita.

Serrat asegura «no sentirse extranjero en ningún lugar, pues donde haya lumbre y vino tiene su hogar» ... Quizás, por todo eso, quizá por todo lo anterior, me cuesta trabajo entender que, en plena Edad Moderna, existan territorios y gente que defiende la singular pureza «de su pueblo», llevando su extravagante y única idiosincrasia a las fronteras del Rh. Se creen herederos de un idioma insuperable e impar con raíces en el Homo sapiens, una gastronomía tribal y excelente o una cultura exclusiva digna de la admiración del resto de la humanidad. Sí, para un mojino, pedrocheño, cordobés, andaluz, español con el corazón partío entre 17 zonas, europeo, impregnado de cultura americana del norte, central y sur, con barnices africanos e influencias de los árabes y judíos, resulta difícil admitir que las diferencias de toda la vida entre pueblos, ciudades, culturas, gentes, paisajes o idiomas se conviertan en privilegios institucionalizados de unos pocos y en armas arrojadizas contra el resto. En un mundo donde la diversidad es un valor universal y la mezcla es lo normal, cualquier tipo de puritanismo étnico o cultural me parece un concepto bastante trasnochado, una pedantería. Todos somos iguales porque todos tenemos raíces diferentes.

*Profesor jubilado