La soledad habita este territorio de dioses, convertido ahora en un espacio vacío de turistas, por donde siempre han convivido la divinidad y el viajero, que se necesitan y son imprescindibles para nuestro estilo (comercial) de vida. Por eso no entiendo que los vecinos de Córdoba no se hagan presentes en estos lugares divinos, donde la belleza es piedra por la Torre de la Calahorra, nubes por los cielos de la Sierra y paraíso celestial por la Mezquita. Hay momentos en que sobre el Puente Romano sólo se desliza un patinete, ladra un perro sin correa y la música del acordeón rumano ha huido del pentagrama. No entiendo que convirtamos en madrugada muerta un amanecer con vida, una mañana prometedora, una tarde cadenciosa y la oscuridad insinuante de la noche, que es lo que ocurre todos los días desde el alba hasta la oración sobre el Puente Romano, frente a las murallas del Alcázar. Y los cordobeses, mientras, sin sacarle provecho a la pandemia, en la reiteración de su monotonía, en su barrio, sí, muy entrañable y bonito, pero vivido de sobra. Incluso el Ayuntamiento tendría que idear un plan para rentabilizar la mayor alteración histórica que haya sufrido la belleza de Córdoba, una ciudad escogida por los dioses desde tiempos remotos. En este silencio sin turistas, sin vecinos ni viajeros debería haber guías que hicieran vivir a los cordobeses esos espacios que atraen diariamente a miles de extranjeros y que ahora muestran una belleza de soledad resignada a la espera de vacunas.

La calle Torrijos acaricia a las niñas de Primera Comunión, que sienten su «puesta de largo» un poco deslucida, mientras que sus padres les hacen fotos en las escaleras de la Mezquita antes de ir a tomarse la tarta en los jardines de la Ribera, frente al Alcázar. Más que de urbe de los tiempos del Califato -cuando se convirtió en la ciudad más habitada, culta y opulenta de Europa y en un centro líder mundial de la educación- esta Córdoba de ahora es una ciudad fantasma donde la falta de turistas ha dejado vacías y huecas sus calles, diseñadas con la estrechez de los sitios de calor. Es lo más parecida a aquella Córdoba de los viajeros románticos que pintaron o fotografiaron su esencia: el Puente Romano, el río Guadalquivir y la Mezquita.

Ahora, por la calle Cardenal Herrero te despierta el olor con paladar de los frutos secos de Sabor a España, una tienda que ha reabierto enfrente del Patio de los Naranjos, donde andan buscando la historia. Según los arqueólogos esas excavaciones del Patio de los Naranjos indican que estamos ante uno de los edificios que formaban parte de un complejo episcopal, titulo y función de un obispo. «Los grupos o complejos episcopales constituían auténticos barrios dentro de las murallas de la ciudad», según dicen el arqueólogo del Cabildo Catedralicio Raimundo Ortiz y el director de la excavación, Alberto León. «En ocasiones había más de una catedral y el conjunto se completaba con otros oratorios o capillas, archivos, edificios administrativos, almacenes, residencias del clero, etcétera».

Bajamos por el hotel Conquistador, pasamos por la iglesia del Sagrario y llegamos al hotel Vallinas, desde donde divisamos la calle Amador de los Ríos. Y ahora comprendo por qué esta zona es territorio de los dioses y en el Patio de los Naranjos están rebuscando la historia. A la derecha de Amador de los Ríos está el Obispado de Córdoba, ese espacio que en las excavaciones definen como edificios administrativos y almacenes. Y a la izquierda, el seminario de San Pelagio, esas «residencias del clero» donde viven seminaristas, monjas y curas de edad. En un barrio donde sus habitantes -los turistas no existen ahora-, curas y gentes de Iglesia, mantienen unos edificios que hasta parece que la divinidad mandó construir para ellos.

Por la calle Cardenal Herrero andan limpiando el altar de la Virgen de los Faroles de Julio Romero de Torres, que desde siempre luce tras el cartel «si quieres que tu dolor se convierta en alegría no pasarás pecador sin alabar a María». Frente a la Calle de las Comedias (Velázquez Bosco), por donde los turistas, cuando los hay, caminan hacia la Calleja de las Flores, baja el deán-presidente del Cabildo Catedralicio, Manuel Pérez Moya. Nos saludamos, hablamos y concluimos que, antiguos compañeros que somos, estamos en territorio común. Evidentemente, por motivos distintos.