Desde el comienzo de su crucial pontificado Pío XII reveló una particular empatía hacia la larga y fecunda historia del catolicismo hispano. Privado de sus excesos y desmesuras, que tanto obscurecieron su núcleo conceptual, el mismo nacionalcatolicismo fue visto con indisimulable comprensión por el Papa que, definitivamente, y tras un dilatado proceso histórico-social, asentó la vigencia esplendorosa de la democracia en la plasmación y despliegue de la actividad eclesial impulsada y rectorada desde el Vaticano. La resonante alocución papal de comedios de abril de 1939 en torno al triunfo de Franco en la recién acabada devastadora guerra civil preludió ya cuál sería el tono predominante en las relaciones entre Roma y la segunda dictadura militar de la España del novecientos. Aun con rotundas apelaciones a la magnanimidad y a la concordia, se recibía albriciadamente la victoria de una España que encontraba en su reencuentro con el legado tradicional el polo sobre el que debía desenvolver toda su futura trayectoria. Tiempo adelante, algún estudioso reputado de esta andadura pondría el rizo a tan litigiosa cuestión al defender que, ante la perfecta estructura institucional de un Estado católico diseñada por los teóricos del régimen en su profusa legislación inicial, Roma no tendría opción que considerar al franquismo como modelo insuperable de un gobierno atenido a los más firmes postulados eclesiales...

Al margen de disputas cuyos ecos permanecen vivos casi a un siglo de distancia, es lo cierto que a lo largo de los años cuarenta las relaciones entre la dictadura y el Vaticano discurrieron por un camino sin mayores obstáculos que algunas controversias en redor de los siempre conflictivos nombramientos episcopales y los presuntos «derechos» de Madrid en la materia. En el decenio siguiente, la firma del Concordato de 1953 implicó el fastigio internacional de la dictadura, con el respaldo de un Pío XII en usufructo de una popularidad sin fronteras en el denominado «mundo libre». Dentro de España, la propaganda del régimen difundía a caño abierto las masivas audiencias vaticanas en las que los participantes provenientes de la península y sus dos archipiélagos enronquecían con el grito de «España por el Papa», alguna vez respondido por Pío con la expresión: «...el Papa por España...»

Menos abruptamente de lo que semejara a muchos coetáneos, el muy breve y decisivo pontificado de Juan XXIII (1958-63) dio paso a una situación aceleradamente diferente. Sin tensiones de elevado grado, el clima de dicho lustro en la materia que nos ocupa, registró con patencia los cambios que en la sociedad española reflejaban las mudanzas que, en el arranque del denominado «tardofranquismo» y su política desarrollista, imprimían indeleble huella en la apertura de las nuevas generaciones hacia la democracia. Las famosas encíclicas del anciano Roncalli ‘Mater et Magistra’ y ‘Pacem in Terris’ desataron una verdadera tormenta de entusiasmo en amplias esferas culturales de la nación, con ostensible repercusión en los propios círculos dirigentes. Al morir en la primavera de 1963 el popular pontífice, anchas puertas se abrían al porvenir en España. La alhacarienta propaganda del régimen en 1961-62 en torno a los «25 años de Paz» trascurrió sin ninguna secuela notable. Y el nuevo Papa, el cardenal milanés Montini (1963-76), desahuciaría por entero los restos del catolicismo tradicional.