Sin duda la palabra top de este año es «vacuna». Es el producto más ansiado del que depende, no solo la vida y la salud pública sino también los empleos, el turismo y la economía, el bienestar de toda la sociedad. Un producto de alto valor y cuya deriva seguimos a diario, como la llegada de esos pedidos que hacemos de cualquier cosa.

Los desencantos han sido múltiples, tantos como su necesidad. El primero de ellos fue encontrar el antítodo que nos inmunizara del virus lo antes posible en un tiempo récord. Pocas veces tuvo la ciencia tantos apoyos para la investigación salvo en nuestro país, donde asistimos perplejos a la falta de medios que llevó a suspenderla, a que los científicos dudaran de su estabilidad laboral, ó a que nos prestaran de otros países animales para los preceptivos ensayos clínicos. Otro revés está siendo las suspensiones de tratamiento dados los efectos secundarios, ante el desconcierto de la población.

Pero el más escandaloso de todos, ha sido la adquisición y la comercialización del producto a través de los laboratorios. Es increíble que los contratos firmados por la Unión Europea con los diversos laboratorios sean opacos, y que todas las previsiones se hayan visto incumplidas frente al ritmo de vacunación muy superior de otros países como Israel, Australia o los propios Estados Unidos, donde ya se vacunan a todos los adultos de cualquier edad y actividad laboral o condición social. Tres millones de vacunas diarias en el país de las hamburguesas, en un ritmo creciente, que se explica por el desarrollo de su tecnología y apoyo a la ciencia, que ha conseguido producir en su territorio tres marcas distintas de vacunas como la Johnson& Johnson y las de Pfizer-BioNTech o Moderna. A lo que se suma la prioridad nacional impulsada por el presidente Biden desde que llegó a la Casa Blanca el pasado enero, frente a las múltiples ocupaciones que asisten a nuestros representantes, más distraídos en otra luchas de poder. Y la tercera clave del milagro norteamericano ha sido la distribución de las vacunas, empleando todo tipo de recursos, incluyendo el apoyo del ejército y la aplicación de leyes excepcionales que han permitido la intervención del Estado aportando medios para incrementar la producción de las vacunas a gran escala.

La mayoría de los ciudadanos han dado ejemplo de una paciencia enorme, pero todo tiene sus límites. Y no podemos pedir un heroísmo continuado a quienes han permanecido confinados, han cambiado hábitos de vida, han realizado múltiples renuncias personales y han perdido o precarizado sus trabajos. La solución no es el miedo ni la represión, sino la vacunación. Y para ello, todos tenemos el convencimiento que no se está empleando adecuadamente toda la capacidad de los estados ni de la Unión Europea, perdida en un marasmo de burocracias e incompetencias que están dilatando la solución a la pandemia que, una vez descubierto el antídoto, todos necesitamos y esperamos con mayor diligencia.