A veces preferiría no saber nada, no comprender nada, no tener siquiera la capacidad de pensar ni imaginar nada. Hay momentos en que me siento como un esclavo de mi propio cerebro, que me fuerza a entender todo lo que pasa a mi alrededor y a imaginar de qué manera eso que pasa ahí afuera podría llegar a cambiar, para bien o para mal, mi vida.

La inteligencia, esa común habilidad para asimilar, comprender y utilizar el conocimiento que nos llega a través de los sentidos, no es más que una capacidad del cerebro que facilita la supervivencia en un mundo cambiante lleno de amenazas. Pero por común que sea, no deja de asombrarnos cómo un bebé es capaz de usarla de forma rudimentaria, y desarrollarla hasta lograr proezas como aprender una lengua con el significado preciso de cientos de miles de palabras, ejecutar de memoria un concierto para piano con todas sus notas, y los sutiles cambios de ritmo e intensidad, o diagnosticar cualquier enfermedad a partir de unos síntomas, descubrir la estructura fina del ADN, o predecir la existencia y las propiedades de los agujeros negros.

Por grande que parezca la inteligencia humana, sin embargo, incluso la de los grandes genios se queda pequeña ante la enorme complejidad del mundo que nos rodea. Los instrumentos de observación y, las máquinas de análisis y cálculo y los ordenadores vinieron en nuestro auxilio y han hecho brillar aún más nuestra inteligencia y acelerar nuestros avances en todos los campos del saber y nuestro dominio sobre la naturaleza. El creciente poder de computación de los cerebros electrónicos ha hecho realidad la posibilidad de soportar e implementar complejos algoritmos reconocidos ya como verdaderas inteligencias artificiales, capaces de resolver de forma autónoma problemas inabordables por cualquier inteligencia humana. La Inteligencia Artificial (IA) está haciendo cosas imposibles hasta hace unos pocos años. Lo que antes aparecía de forma anecdótica bajo la forma de un robot humanoide o un ordenador con voz sintética en las películas de ciencia ficción, hoy penetra todas las actividades humanas, desde la resolución de problemas científicos como la predicción de la estructura de una proteína y sus posibles interacciones con otras, hasta la llegada a Marte, el control de los coches autónomos, o el diagnóstico de una enfermedad y la propuesta del mejor tratamiento.

El gran poder de la IA y su autonomía han despertado el miedo ante la posibilidad de que algún día la humanidad acabe subyugada bajo la inteligencia de las máquinas. Este miedo parece ahora de ciencia ficción y ya vimos sus fantásticas consecuencias en películas como ‘Matrix’. Pero la IA no tiene por qué desarrollarse en esa dirección; de hecho, una de las formas que la inteligencia artificial está adoptando es la llamada Inteligencia Aumentada. Yo personalmente prefiero esta expresión, porque no creo que nada que sea producto del hombre pueda calificarse de artificial. La inteligencia aumentada, expresión que apareció por primera en 1956 en el libro de William Ross Ashby ‘Introduction to Cybernetics’, se desarrolla como una extensión de la inteligencia humana, que es la que en última instancia mantiene el control de las nuevas capacidades sobrehumanas surgidas de las aplicaciones tecnológicas.

La Inteligencia Aumentada potenciará nuestros sentidos, nos permitirá hablar un idioma sin tener que aprenderlo, disponer de un asistente virtual para resolver cualquier duda nada más necesitarlo, o manejar cualquier herramienta o dispositivo directamente con la mente. Algunas de estas aplicaciones ya están disponibles en fase experimental y en un par de años se emplearán de forma generalizada. El futuro de la Inteligencia Artificial y la Inteligencia Aumentada ya ha llegado. Deberíamos aprender a reconocerlas y usarlas como herramientas y capacidades humanas, mejor que sufrirlas y dejar que nos hagan sentirnos deshumanizados.