Para Dión Casio, uno de los más grandes historiadores de la Antigüedad, Caracalla había heredado los vicios de las tres naciones ligadas a su origen: la volubilidad, la vileza y la arrogancia de la Galia, en la que nació; la dureza y la crueldad de África, de donde procedía su padre; y la astucia de Siria, patria de Julia Domna, su madre. Se explica así en parte su carácter cruel y vengativo, pero también que, siendo él un provincial, viera lógico -por naturaleza, y por educación- extender la ciudadanía romana a todos los habitantes nacidos libres del Imperio. Un gesto que las fuentes de la época ignoran casi por completo (cuando no lo desacreditan abiertamente), pero que la historia ha consagrado como su logro más importante como emperador y gobernante, por encima incluso de sus hazañas militares, que le llevaron de nuevo al limes británico y después al Próximo Oriente, impelido por el deseo de imitar a Alejandro Magno, y seguido en la última parte de su viaje por su propia madre, que trataba de moderarlo y asumía honores y responsabilidades cada vez mayores. Fue así como, tras visitar varios santuarios de gran fama, donde Caracalla intentó en vano encontrar cura al mal que lo atormentaba (física y mentalmente, si bien no es posible concretar de qué se trataba), llegaron de nuevo a Siria, donde la corte se estableció en Antioquía por su centralidad política y económica, su carácter capitalino y su esplendor de ciudad fastuosa y refinada, escenario perfecto para la gloria y la semántica imperiales. Allí permanecería Domna desde 215 hasta su muerte, dedicada a sus tareas de Estado y a sus amadas actividades culturales; tiempo feliz en principio, hasta que el 4 de abril de 217, día en el que el emperador cumplía 31 años, Caracalla fue asesinado tras sumar a su haber nuevas infamias, como las terribles masacres cometidas a traición contra los alejandrinos y los partos. Esto dejó a la Augusta, que a su título de ‘mater senatus et patriae’ había añadido también el de ‘pia et felix’, jamás ostentado por ninguna otra emperatriz, sola y en grave peligro, lejos como se encontraba de la protección del senado y de Roma.

Extrañamente ajena al prestigio de la dinastía e incluso del hijo muerto, al que Macrino, Prefecto del Pretorio, instigador de su muerte y usurpador del trono, hubo de decretar la apoteosis elevándolo a la categoría de dios ante la amenaza de amotinamiento por parte del ejército, que lo amaba, Domna fue consciente de que había perdido el poder, y sin él no quería seguir. Las fuentes de la época no se ponen de acuerdo sobre las circunstancias de su final: asesinato, suicidio, o muerte voluntaria por inanición, posiblemente tras caer víctima de una grave enfermedad. Esta última es la hipótesis por la que se decanta F. Ghedini, su más reciente hagiógrafa, quien considera que habría dejado este mundo conforme había vivido: con coraje, valentía y extrema dignidad, mirando de frente a la muerte como una liberación. Sus cenizas, repatriadas a Roma, serían depositadas inicialmente lejos del marido, en el mausoleo de Lucio y Cayo Césares, donde reposaban una legión de mujeres, madres y hermanas de los emperadores que hasta ese momento habían sido; agravio corregido con todos los honores y la consiguiente ‘consecratio’, también ella elevada a la categoría de diosa, apenas el primer nieto de su hermana Mesa, Heliogábalo, alcanzó el solio imperial. Julia Domna, que durante casi veinticinco años había sido el rostro y la encarnación del poder supremo -no hay más que rastrear los cientos de representaciones suyas, en todo tipo de soportes, que han sobrevivido-, seguiría así gobernando de alguna manera después de muerta, convertida en icono y modelo para todas aquellas otras que la seguirían en el tiempo, sin conseguir eclipsarla jamás; en particular su hermana y sus sobrinas, que con sorprendente habilidad consiguieron transmitir el poder imperial por vía materna.

Heliogábalo y Soemia, su madre, morirían asesinados como consecuencia de su depravación y su escaso compromiso con las labores de Estado y la tradición romana, pero Mamea -la más parecida a la tía, por carácter, cultura y capacidad intelectual- y su hijo, Severo Alejandro, se mantendrían en el poder durante catorce años; y hablo en plural porque el joven César nunca lo habría conseguido sin el apoyo de la abuela Mesa y de la madre, que acabaría conduciéndolo también al desastre de tanto protegerlo. Terminaba con ellos la dinastía de los Severos, en la que tan importante papel desempeñaron las mujeres. Ninguna, sin embargo, a la altura de Julia. Años más tarde, la también siria Zenobia pondría en evidencia de nuevo y fugazmente las capacidades femeninas al frente de las más altas responsabilidades políticas, pero habrían de pasar cuatro siglos para que la historia alumbrara a otra figura capaz de emularla: Teodora, chipriota, que conquistó el corazón de Justiniano y ocupó el trono del Imperio bizantino.

* Catedrático de Arqueología de la UCO