Hay escritores que por motivos difíciles de precisar --a veces, extraliterarios-- perviven después de morir, mientras otros coetáneos enseguida se pierden en el olvido. El donquijotesco don Miguel de Unamuno, como lo llamó su admirador Antonio Machado, nunca se ha eclipsado, tal vez, porque fue un vasco enterizo en el que confluían virtudes y defectos de la españolidad.

Recientemente, el cineasta Amenabar ha narrado, con lenguaje cinematográfico, gran parte de su biografía, deteniéndose en un episodio académico que sucedió al comienzo de la guerra civil. Ante el auditorio presidido por la esposa de Franco y el general Millán Astray se atrevió a decir que los sublevados podían vencer pero no convencer. A partir de ahí, el por antonomasia rector de Salamanca, fue zaherido por los edecanes del régimen. Estuvo en primera linea monseñor Antonio Pildain Zapiain con una pastoral tremendista: «Miguel de Unamuno, hereje máximo y maestro de herejías». Bárbara acusación que en otro tiempo, relativamente cercano, lo habría conducido al potro y a la hoguera de la santa Inquisición.

Dicha denuncia consiguió que algunas de sus obras las prohibiera el nacionalcatolicismo imperante que no fue un tópico izquierdista --como ahora suelen decir para que comulguen con ruedas de molino las nuevas generaciones--, sino una realidad recordada por quienes vimos entrar a Franco en los templos bajo palio, después de asperjarlo con agua bendita, y a obispos con mitra saludando brazo en alto al más puro estilo fascista; tuvimos en nuestras manos monedas de curso legal con la inscripción: «Caudillo de España por la gracia de Dios», que estaba a un paso de la blasfemia; protagonizamos la quema de libros en las Tendillas como colofón a las Misiones del 45; o, en un orden más chusco, asistimos a la proyección de aquel filme en el que Juliette Greco, musa del existencialismo, denunciaba, cantando en francés, que hacía falta educación sexual. Frase que el censor, cretino y salaz, tradujo así: «Hace falta estudiar historia universal».

Podríamos continuar deshojando efemérides y aconteceres del nacionalcatolicismo que silenció y persiguió a Unamuno, pero vamos a cambiar de ruta para corroborar su actual retorno. El profesor Carlos Clementson, extenso poeta de verbo rutilante e intrépido traductor de poemas en inglés y en todas las lenguas románicas, ha publicado Entre Dios y la nada. La poesía de Miguel de Unamuno, libro de ensayos literarios en el que analiza con sagacidad la angustia vital del maestro, producida por las contradicciones religiosas que lo atenazaban con un sentimiento trágico, al despeñarse sus ansias de infinito y no admitir que la especie humana está, intelectivamente, mal dotada para comprender el infinito; es decir, aquello que ni tuvo principio ni tendrá fin, pero que configura al inconmensurable espacio-tiempo por el que navega el Universo a velocidades vertiginosas.

Dicho estado de ánimo, tal vez le naciera de una falta de humildad para reconocer que los humanos carecemos de capacidad para captar lo ilimitado. Deficiencia que debemos asumir con naturalidad, lo mismo que aceptamos no poseer la vista del cóndor, el olfato del perro labrador, la velocidad del jaguar o la elegancia de la gacela.

Interesante gavilla de ensayos en torno a la poesía unamuniana, de la que se oyen ecos en Luís Cernuda, que esclarecen la vida, la obra y las angustiosas dudas que ensombrecieron su razón vital y su pedagogía. Por eso, Clementson repite, haciéndolas suyas, las palabras clarividentes que en 2011 pronunció Benedicto XVl en Friburgo: «Un agnóstico que no encuentra la paz en la cuestión de Dios y tiene deseo de un corazón puro, tiene más cercano a Dios que los fieles rutinarios que solamente ven en la Iglesia el boato, sin que su corazón quede tocado por la fe».

Certeras palabras que pueden escandalizar a los integristas católicos que se jacta de ser más papistas que el Papa.

* Escritor