En aquel mundo al revés que compuso el poeta José Agustín Goytisolo, y que tanto ha hecho imaginar a los niños sobre el absurdo, recuerdo que había «un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos, y había también un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado». Pues todo eso tan raro y más extraño aún lo hay ahora en el mundo real. Puede que cuando hace más o menos un año nos predisponían hacia la «nueva normalidad» se estuviesen refiriendo a este proceso de normalización de lo esperpéntico que nos va engullendo a diario y que por aquel entonces ya se iba vislumbrando. Provoca escalofrío comprobar con qué facilidad se va haciendo cotidiano lo que hasta hace poco tiempo producía rechazo, resultaba incongruente, o incluso era desconocido. Ni en la mayor de las ensoñaciones hubiese podido imaginar en 2019 lo que hemos llegado a ver en el último año. Desde una pista de patinaje sobre hielo convertida en morgue masiva, a trineos tirados por perros circulando «a todo trapo» por las solitarias calles de Madrid. No hay película de ciencia ficción por muy rocambolesca que sea que lo pueda superar. Un año en el que hemos normalizado la muerte como indiferente. La enfermedad como cotidiana. El contacto como innecesario. La pobreza como arbitraria. La mentira como recurso. La información como falsedad. La libertad como restringible. Un año en el que hemos acabado poniendo mascarillas a los niños, abriendo ventanas a bajo cero, brindando con un teléfono, o quebrándonos la cabeza para discernir lo que es un allegado mientras ordenábamos compulsivamente las compras masivas de lejía. El año en el que vacunas y farmacéuticas han desbancado al fútbol como principal tema de conversación en un nuevo modelo de tertulia tabernera filtrada y con asientos numerados, o en el que el hotel de la película ‘El Resplandor’ nos ha llegado a parecer como cualquier otro y en absoluto siniestro. Es tal la capacidad de adaptación del ser humano ante su destino, que el vértigo que provoca la rápida aceptación de estas incongruencias no puede sino provocar a su vez la esperanza de que, el día que toquemos fondo, seremos capaces de dar el impulso ascendente necesario como para volver a readaptarnos para recuperar el paradigma perdido con la misma rapidez y facilidad que lo hemos hecho inversamente en este descenso a las profundidades pandémicas. Mejor verlo desde esa perspectiva. Sería aterrador descubrir que lo que consideramos capacidad de adaptación no es más que una sumisa e infinita disposición a ser manipulados. Fundamento para esto último no se puede decir que falte, pero ya hay demasiadas teorías conspirativas circulando como para caer en el error de dar pábulo a más incertidumbre. En cualquier caso nada es del todo blanco, ni del todo negro. La capacidad de adaptación creo que la hemos demostrado pero ¿quién no se siente un tanto manipulado? Por ahora el descenso continúa. Nuevos brotes, nuevas mutaciones, nuevas directrices,... Sin ir más lejos, en este momento nos encontramos en el punto de que sin haber abandonado la angustia de un posible contagio viene a sumarse una nueva angustia sobre la vacunación. Angustia por saber cuándo nos citarán y angustia por saber si nos tocará en suerte una vacuna de las que ya han adquirido mala reputación (amplificada o no, nunca lo sabremos) sobre sus posibles efectos adversos. Una angustia prefabricada torpemente desde la incompetencia que demuestran los responsables cada vez que toman sucesivas decisiones contradictorias, rompen la unidad de criterio, o son incapaces de transmitir confianza en los mensajes que lanzan a la población. Visto lo visto da igual, en poco tiempo la superaremos y terminaremos también por normalizar este desconcierto. Ante la situación que estamos viviendo resultan oportunos estos otros versos de Goytisolo extraídos de un poema que dedicó a su hija Julia: «tu destino está en los demás, tu futuro es tu propia vida, tu dignidad es la de todos».