Va a ser verdad: la patria es la infancia… y la vejez, ambas guiadas por la misma ansia, la de sobrevivir. Ahora que estamos como en medio de la peste, viendo morir a personas queridas a las que no hemos podido ni velar, esperamos la vacuna como cuando nuestros padres nos llevaban al practicante para que no nos muriéramos a los pocos meses de nacer. Ahora, que ya estamos en la edad tardía pero con las mismas ganas del tiempo temprano vuelve a ser la vacuna nuestra esperanza, como cuando nada sabíamos de patrias porque éramos tan chicos que sólo nos reclamaba la infancia.

Como la patria, la medicina estuvo también en mi infancia. Y ya está. No volví a aprender el nombre de ningún medicamento más. ¿O no era bastante sabiduría sanitaria saber nombres como hepatitis B, difteria, tétanos, tosferina, poliomelitis, sarampión, rubeola, varicela y rotavirus? Sólo incorporé después a mi currículum de sabiduría médica las pastillas okal y las aspirinas, para el dolor de cabeza, porque ni las de la tensión han formado parte de ese saber popular casi necesario para sobrevivir. Me he defendido, como si fuera un analfabeto integral, mirando el color del paquete del medicamento. Hasta ahora me ha bastado con eso.

Aunque como hemos vuelto a la infancia medicinal, a la que sobrevivía con vacunas, no niego que el nombre AstraZeneca no se me haya quedado en el cerebro. La edad tardía ha vuelto a recordarnos que polvo somos y en polvo nos convertiremos y que para evitar llegar a la meta con excesiva prontitud la vacuna del covid será necesaria, aunque no sabemos si nos pincharán una Pfizer, una Moderna o una rusa de esas de las que anda detrás la presidenta de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, que enfrenta libertad a comunismo. Si Anguita –el político con pensamiento, más honesto y honrado que he conocido-- levantara la cabeza…

El covid-19, la pandemia, el confinamiento y la reclusión nos han vuelto a la edad de las vacunas, a aquellos tiempos en que la patria era la infancia, y la infancia el momento vital de pincharte en el practicante para seguir viviendo. Ahora las vacunas ya pasan de la infancia y se reparten, según los gobiernos regionales, entre las edades de 16-17 años, 18-24, 25-49, 50-59, 60-69 y ya toda la vejez, desde los 70 a los 79 y desde los 80 hasta el momento en el que el tiempo se canse de contar.

Las vacunas, ahora con la peste que padecemos, nos han vuelto a aquel tiempo en que la vida era casi salvaje. Aquellos niños del sarampión, la rubeola o la varicela se iban todas las tardes, después de la escuela, a jugar al fútbol a la ermita, a la fábrica de harinas o al Portalillo, o, si era verano, a esos caminos de dios a tumbar paredes donde se escondían los lagartos y apedrearlos hasta vencerlos. Otras tardes jugaban a la piola, a Sevilla Eléctrica o a la pitila, y algunas siestas, al futbolín con platillos de refrescos o cerveza en las escaleras de la iglesia o en las lanchas, hasta que los vecinos los echaban a voces. Por el verano, se iban a las albercas de las huertas a bañarse y a coger melocotones y brevas sin permiso, y por los candelorios de San Pedro se quemaban los matojos de las gavillas de trigo y cebada que habían amontonado en un corralón por junio y julio.

Los niños del covid-19, que si se quedan sin wifi es como si les faltara la sangre, se enteran por su móvil de la vacuna que les van a poner en estos tiempos de pandemia que han superado con nota teniendo en casa ordenadores y móviles que les mantienen conectados con sus compañeros. O con los mundos que se inventan. Son niños enganchados a las nuevas tecnologías, que miran el teléfono por la calle y no se les ocurre ir al campo a mirar ese paisaje de encinas que lleva hasta Hinojosa del Duque. Saben de Youtube, internet, on line, Microsoft, iPhones, redes sociales, mensajes, Instagram, wifi, Netflix, navegar por la web, Facebook, Snapchat, Twitter, correos electrónicos, banda ancha y Google drive.

Son de estos tiempos en los que la técnica casi los suplanta. Pero, ahora que hemos vuelto a las vacunas para salvarnos –como entonces- echo de menos la infancia como patria, como ese reducto pequeñísimo de la vida donde está inscrita nuestra esencia. Cuando éramos felices cazando lagartos por la siesta vacunados de la tosferina, la rubeola, el sarampión y la varicela. En aquel espacio donde en la infancia construimos aquello que alguien definió como patria. Cuando estábamos desconectados.