...me queda la palabra (Blas de Otero)

¿Sabe alguien dónde se encuentra el discurso político? Más allá de improperios, transfuguismos, descalificaciones, tensiones, ocurrencias, amenazas, estrategias, cálculos electorales... ¿dónde están los argumentos políticos fundados que den tranquilidad a los ciudadanos en estos momentos de graves dificultades?

Existe un mal global en el que la política ha abandonado al lenguaje. Hay más palabras que nunca y circulan más rápido que nunca. Hace no demasiado tiempo no todos oíamos todo. En todas las sociedades había engaño, miedo, ilusión, temor, amor... pero esos sentimientos no eran apreciados por todos, ni al mismo tiempo, ni por el mismo discurso. Ahora todos somos espectadores globales. La retórica, el verdadero sentido de la oratoria y de la política, ha sido sustituido por la frase ocurrente, el «canutazo» sagaz, el titular pintoresco o el tweet agresivo. Detrás no hay nada. Se ha olvidado que la palabra construye y destruye; «es un poderoso soberano» decía Gorgias en el siglo V a.C.

El pensamiento se configura, se articula y gana coherencia desde el lenguaje, sea verbal o escrito. Sin embargo, nuestros políticos nacionales y foráneos parecen haber abandonado esta destreza para dedicarse solo a lanzar mensajes rápidos, porque ya nadie está dispuesto a leer una reflexión o a escuchar un discurso con contenido. Ellos y ellas lo hacen porque son el reflejo de la sociedad. No, no se llamen a engaño. Tenemos los políticos y políticas que nos representan en todos los sentidos. Bien porque los votamos, bien porque no vamos a votar, bien porque no hemos construido entre todos las condiciones necesarias para que la política haya derivado a una suerte de ciénaga en la que no están los mejores. Por supuesto con muy honrosas excepciones.

Una excepción a esta política de baja estofa es la que esta semana hemos visto en Córdoba. El grupo político socialista en el Ayuntamiento, encabezado por Isabel Ambrosio, con un discurso político claro, ha antepuesto al tacticismo partidista, el interés de la ciudad, facilitando la aprobación -¡por fin!- del presupuesto. Esto sí es hacer política para la ciudadanía.

En todo caso, escasean los políticos o políticas que sean o hayan sido referentes de la sociedad y, especialmente, de los más jóvenes. Si los que hay no saben, o casi, lo que es el «contrato social», cómo les vamos a pedir que estudien la formulación de uno nuevo para superar el actual que muestra ya un claro agotamiento. ¿Que por qué no hay abundancia de buenos políticos y políticas? Bueno, hay muchas razones, pero alguna me la guardo para no herir a los que lo pasan mal en estos tiempos. Aunque estoy seguro de que la mayoría sabe a lo que me refiero y le da pudor poner el tema en lo alto de la mesa.

Y claro, ante esta situación, el discurso político escasea y en vez de que la política esté llena de personas de toda condición, formación y profesión, está llena de muchos que consideran que es la oportunidad de hacer de ella su trabajo. ¿Es simplista este argumento? Puede que sí, pero a veces no hay que buscar demasiado, pues la respuesta es más sencilla de lo que pensábamos.

Y he aquí, que ante este hartazgo de los políticos y la política, en definitiva, ante la falta de apoyo al complejo sistema de funcionamiento de una democracia, aparecen como por arte de magia los demagogos. Es decir, los que prometen hacer todo más fácil, los que dicen que van a acabar con los políticos profesionales, con las fundaciones y «chiringuitos» que no sirven para nada, con los asesores ociosos, con las autonomías, etcétera. Y las personas (¡y los jóvenes!) les compran el discurso y los «voxtan». Y no caen en la cuenta de que esos que eso afirman no han tenido otro trabajo más allá de la política, han vivido de los «chiringuitos», han medrado por doquier, ocupan las autonomías y prometen acabar con todos los demás, pero no para construir ex novo, sino para hacerse con el poder y fijar un «pensamiento» político único y...

De este modo, como siempre, se completa el triángulo griego de las tres D, que siguen este ciclo: Democracia, Demagogia, Dictadura. Parece que ya estamos en la segunda fase, ¿haremos algo para impedir llegar a la tercera? Como acertadamente exponen Levitsky y Ziblatt en su libro ‘Cómo mueren las democracias’, no es necesario que las armas acaben hoy en día de inmediato con un régimen democrático. Basta con utilizar acertadamente el desgaste ciudadano y la lejanía de sus políticos para que los demagogos se hagan progresivamente con los resortes del poder.

Si piensan en algunos y algunas de los actuales líderes, incluso aquellos que ocupan cargos de relevancia a diestra -sobre todo a diestra- y a siniestra, sería inimaginable que con lo que dicen, hace años alguien les hubiese votado. Si no fuera por lo dramático de muchas de sus absurdas declaraciones y decisiones, quizá podría uno reírse, pero no está el momento como para risas ante esta falta de capacidad e inteligencia de unos desalmados. Porque lo malo de todo, es que juegan con la vida y el patrimonio de las personas. Y lo peor de todo, que algunas palabras hacen las guerras, pero casi nunca quienes las dicen mueren en ellas.