Esas tres palabras del niño en el desierto son una oración. «¿Me puede ayudar?», pregunta ese niño de diez años en el vídeo del policía fronterizo. Lloroso. Abandonado. Seguro que lo han visto. Hay que verlo. Hay que recordar lo que sucede fuera de esta jaula de grillos. Ese drama real. La única política que merece la pena. El niño llevaba varias horas vagando por el desierto, cerca de la cuenca de Río Bravo, en la frontera entre México y Estados Unidos. Viajaba con un grupo. Ni su padre ni su madre iban con él. Parece ser que se quedó dormido, y lo dejaron allí. Luego despertó solo, en esa inmensidad. Y tras una noche agónica, en el desierto, con serpientes venenosas y animales salvajes, en ese frío inhóspito, tuvo la suerte de que lo encontraran. Cuántos como él. Gloria Chávez, jefa de sector de la Patrulla fronteriza de Texas, ha dicho: «A todos los padres que están considerando enviar a sus hijos no acompañados a la frontera, por favor reconsideren ese acto porque es muy peligroso exponer a los niños. Los padres deben pensar en el bienestar de sus hijos». Seguramente todos esos padres que lo hacen no son tan inconscientes. Seguramente muchos de esos padres creen que lo mejor para sus hijos es lanzarlos a esa ruleta rusa, porque de donde llegan es peor. De qué realidad dura tienes que venir para pensar que es mejor que se jueguen la vida en el desierto. Qué mierda de vida. La de ellos. Toda. Y eso sucediendo cada hora y nosotros aquí discutiendo sobre la chorrada de cada día y el eterno regreso al 36. Solo en febrero la Patrulla Fronteriza de EEUU ha recogido a más niños que durante el mismo mes los tres años anteriores juntos. Sin políticas reales de legalidad y crecimiento en los lugares de origen, demasiados padres seguirán tan desesperados como para lanzar a sus hijos por encima de cualquier muro. Por eso detesto cualquier criminalización de los menores migrantes. Sigo oyendo esa voz. En esas tres palabras vibra entera la vida.

* Escritor