Estamos plenamente conectados al teléfono y no hay celebración ni espectáculo por solemne, único o sagrado que sea, que no resulte interrumpido por una inoportuna melodía de aviso. Los inhibidores de frecuencia, salvo por razones muy justificadas o de seguridad nacional, no están permitidos. El móvil es mucho más que un teléfono sin cable, y llevamos consigo ya muchas aplicaciones de música, información, bancos, redes sociales, y un largo etcétera. Recientemente me comentaban que, incluso, en las grandes ciudades de China, se diseñan carriles de circulación unidireccionales en las avenidas más populosas, no para bicicletas ni para patinetes, sino específicos para personas viandantes en uso de móvil, a fin de que puedan transitar sin apartar la vista de su terminal y no tropezarse con bordillos, papeleras u otro mobiliario urbano.

Aún así y pese a estar hiperconectados, nos sentimos hoy más solos que nunca, expuestos sobre un escenario gigantesco que nos desubica y crea ansiedad. Esa soledad, nos lleva a buscar consuelo en la inagotable industria del entretenimiento en cualquiera de sus formas, en video juegos, en el postureo de redes sociales, los debates encendidos de Twitter o en tantas formas de la llamada realidad virtual. Que también genera expansión financiera como el bitcoin, o mercantil con nuevos nichos de negocio hasta el punto que, por ejemplo, hoy se compra el arte virtual, por el que pagas derechos para poder, no disfrutar en propiedad, sino mostrar con exclusividad en tu dispositivo que eres dueño virtual de una determinada obra de arte más o menos cotizada, durante un tiempo concreto.

Tenemos una sed innata de sentido existencial, de significado a esta vida anormal que nos toca, y muchas personas apenas encuentran sucedáneos, alivios pasajeros para la satisfacción inmediata de nuestros deseos, inventando dioses o creando nuevas religiones como el fútbol, la saga de Star Wars y la Guerra de las Galaxias, y otros se evaden en el cosmos de las sustancias tóxicas, o en los mundos virtuales dominados por Tik Tok o por Instagram, en el que existen auténticas celebridades veinteañeras seguidas por millones de usuarios sin más trasfondo ni mérito que la evanescencia de publicitar moda o belleza tras la fotogenia de unas composiciones.

El hiper individualismo de nuestra época nos convierte en seres narcisistas y egocéntricos, ensimismados dentro de nosotros mismos, donde miramos pero no vemos, en el que tocamos pero no sentimos, en el que oímos pero no escuchamos el mundo que nos rodea. ¡Qué poco nos duele la realidad ajena en este sálvese quien pueda! Sin formar causa común, banderín de enganche de causas justas más allá de la crítica de salón, tantas veces inútil. Huérfanos e inseguros, porque todo está condicionado en función de lo que aportas a tu trabajo, vecindario o cuenta corriente, más por lo que haces que por lo que eres. La pandemia ha potenciado esta situación virtual, convirtiendo la distancia social en un alejamiento social impropio de nuestra forma de entender la vida, muy relacional en estas latitudes. Individualismo que nos deja a merced de trileros de todos los colores, y de soluciones autoritarias que hagan realidad las profecías del historiador francés Alexis de Tocqueville, quien advirtió del despotismo democrático, secuestrando una democracia, de apariencia formal, bajo los intereses sectarios de las oligarquías y la manipulación de la demagogia y los populismos que aseguren, sobre una sociedad tan atomizada, un poder tutelar que se encargue solo de ofrecer esos goces inmediatos. Conforme al citado jurista, cuando el pasado ya no ilumina el futuro, el espíritu camina en la oscuridad.

* Abogado y mediador