«...trato de entender por qué la distancia que me separa del irracionalismo moderno... de la creciente barbarie de los medios, de la vulgaridad dominante, se hace a diario mayor. Atravesamos un período cada vez más difícil...». Son palabras del crítico literario y pensador George Steiner en la entrevista que concedió a su discípulo y amigo Nuccio Ordine, con la original y un tanto morbosa condición de que fuera publicada un día después de su muerte, acaecida el 3 de febrero de 2020, justo antes de que estallara la pandemia en Occidente y se hicieran aún más premonitorias. No quería molestar a nadie, sabedor del desgaste que suponen la existencia y los peajes a ella asociados: «A lo largo de los años he coleccionado muchas hostilidades y roto muchas amistades». ¿Y quién no, me pregunto yo? Basta haber tenido algo de personalidad, asumido algunas responsabilidades, para que envidias, deslealtades y vilezas hayan florecido en torno.

Steiner fue hombre irascible, pero también honesto, capaz, coherente, sin duda uno de los grandes. Si lo recuerdo aquí hoy es porque la relectura sosegada de sus opiniones me ha hecho reflexionar sobre las cuitas de muchos intelectuales (o no) que en el tramo final de su vida se ven sin remedio al margen del mundo, rendidos ante la descomposición moral del entorno, desahuciados por una sociedad que ni entienden ni los acepta, en un clamoroso desprecio de la capacidad y los valores de la madurez frente al hedonismo, la mediocridad, el narcisismo y la estupidez dominantes. Steiner murió nonagenario, pero hoy el problema empieza a manifestarse mucho antes, cuando personas que han dedicado su vida al trabajo y a los demás, moviéndose en los límites de una integridad a prueba de bombas, gobernados por la autodisciplina, la solvencia, el esfuerzo sostenido y una generosidad a todas luces poco práctica, ven cómo se las aísla porque los principios de vida que representan resultan molestos; cómo los rudimentos morales que las sostienen dejan de tener sentido ante el buenismo, la superficialidad y el todo vale; cómo se entona un canto universal, unánime y desafinado, a inmediatez, juventud, excentricidad y simpleza; cómo la política, que todo lo gobierna y lo pudre, se deteriora alimentada de monstruos y acaba pervirtiendo la idea de democracia en beneficio de profesionales o pseudo-profesionales de la misma que solo buscan en ella poder, dinero y oportunidades, al tiempo que prescinden sin reparos de toda voz crítica o discordante, del criterio de autoridad que dan la experiencia, la veteranía y los años.

Llega así el tiempo de la soledad y la exclusión, con frecuencia auto-impuestos; porque la única manera de llevar adelante el desencanto existencial, las traiciones, los desprecios, la ausencia de estímulo, la pérdida de fe, el horror ante tanto cretino y tanta memez acumulada, es quitarse de en medio, retirarse en paz con la naturaleza y con uno mismo, aprendiendo de paso a convivir con el cadáver que todos seremos un día, en palabras del inefable Francisco Umbral, que seguramente sintió al final de su vida algo parecido. Resulta, pues, una etapa contradictoria, pues a pesar de ser la más madura, serena y fructífera de la existencia, erosionada solo por los dolores y las cuitas que poco a poco se van instalando -con vocación de permanecer- en los huesos y en el alma, por el penoso y consciente desgaste del progresivo y nada amable acabarse, incorpora también unas gotas de amargura ante la certeza de verse silenciados a la orilla del mundo; de que éste siga, inmutable y ajeno, con el regocijo añadido de haberse librado de una carga, de lo mejor y más insustituible de que dispone cualquier sociedad que se precie: sus mayores (los mismos que ha diezmado la pandemia), la quintaesencia de la raza humana, los que cuentan en su haber con el privilegio impagable de haber vivido y pueden aportar sabiduría, perspectiva, capacidad para entender y dimensionar las cosas. Y a mi juicio, aquel grupo social que desprecia a sus progenitores, que ignora el tesoro impagable del pensamiento crítico y en sazón, que acaba expulsando a quienes lo han conformado dejándose la piel a tiras, está abocado al fracaso. Todo un drama, que debería llevarnos a reflexionar con calma y enfrentar sin paños calientes la mala sangre de tanto canalla. Los desahucios son siempre una tragedia; más aún si son elegidos.

No hay grandeza en la soledad, salvo en la buscada o eventual y momentánea. El ser humano es gregario, y aspira a mantener lugar y privilegios en el grupo hasta sus últimos días.

Mal tiene, pues, que sentirse cuando opta de forma voluntaria por el ostracismo; pues no hay mayor tragedia que abandonar la casa o el contexto propios en favor del exilio mental o físico. Rompe así las amarras con la vida; se aproxima sin remedio a la muerte. Mejor hacerlo por tanto con paso noble y firme, fiel a los valores y sin perder un ápice de dignidad. No es fácil. Muchos aspiran a ello; pocos lo consiguen.

* Catedrático de Arqueología de la UCO