Porque ya tenemos bastante: inquietud por nuestros años y porque no podemos estirarlos para la obligación o la piedad, porque reconocemos un mal empleo por aquellos fuegos poco evitables de la vida, tal vez hermosos; aquel, siempre regalo, que salió al paso y nos castiga sin olvido. Y ahora, merecido o no pero ya deseado, no nos permiten hueco las voces ajenas y en masa útiles o estúpidas, desde la cumbre de micrófonos o pantallas. El poder de la expectación enaltece a los imbéciles y nubla o acompleja al sensato. Pero quedan tierras por explorar, gestos y cerebros en los que no hemos reparado porque nunca se han expuesto y disfrutan en cualquier espacio o acurrucados en el rincón templado de siempre. Gentes como nosotros: de un solo corazón y un cerebro para los recuerdos o las fantasías, para sufrir el desencanto o la ausencia.

Me viene a la memoria aquel personaje que mi amigo Alfonso, ‘Poncho’, sacó sin el menor esfuerzo y entre risa y risa, o risa alargada y susurrante, siempre tranquilo porque ambos éramos jóvenes en la luz de la insensatez o la ignorancia. Le nombró como Pedro, ‘El pastor’. Un tipo tosco y curtido, que no te parabas a percatarte, negro de piel y negro de soledad, envuelto entre el manchón amarillento, inestable y variado de sus ovejas. En un caparazón protector de noble vida en libertad. Pues estaba en el campo, bajo el cielo bien soleado y a la bajada de la Cuesta ‘La Reina’, frente al pueblo de Antequera. Rodeado de sus cientos de ovejas, sus tres mastines y un sol de plomo, pese a andar aún por los últimos días de la primavera. Una laguna viva y esponjosa, limitada por el trío visible de perezosos mastines que esperaban con desgana las seguras ordenes de su amo. Este miró a uno y otro lado de la carretera, hasta donde le alcanzaba su mirada de ojos inesperadamente celestes. Tenía que esperar hasta que cesara el paso de los vehículos. Por momentos fueron un cuadro el ganado, los perros y el pastor. Este conocía el momento justo en que los cuatro, él y sus mastines, con todo el rebaño, debían lanzarse a la conquista de la otra orilla. Pedro lo había hecho muchas veces: dos, ida y vuelta, y todos los días. Con parsimonia sacó la petaca y el papel de fumar, igual que siempre: una rutina en que le había metido la costumbre. Pero algo surgió de repente que hizo al mastín guía dar la voz o el profundo ladrido cavernario para iniciar el paso. Las ovejas recibieron la orden e iniciaron la salida, empujándose unas a otras, saltamontes enloquecidos, acosadas por los enormes perros, que certeramente fueron recortándolas. Y Pedro, el pastor, dando por bueno el momento y el paso, continuó liando su cigarro. El tabaco volaba, como otras veces, por los bordes del pequeño papel, por el pulso y tal vez, solo tal vez, algo de brisa.

«¿Qué le pasa, maestro? ¡La está usted liando hoy!». Pedro no mostró cambio en la atención a su cigarro: los curtidos dedos apretando el tabaco, dirigiéndolo por los bordes y los extremos, como si adivinara el pegamento. «¡Ni la caridad lo salva! --continuó el de Tráfico-- ¿Sabe, insensato, lo que puede pasar por su culpa? ¿Cree que va solo con estos animales?». Pedro seguía con su minucioso liado como si no le oyera. No era la primera vez que en aquellas lides se encontraban. «¡Mil pesetas! ¡Son mil pesetas y no se escapa!». Y abrió una libreta ante sus ojos. «Pedro… Qué más… ¿Cuál es su apellido?». «Mil pejetas… —repitió tranquilamente el pastor, con la vista perdida y llevándose el cigarro a la boca-- Mil pejetas… --repitió, mirando por primera vez a los ojos de la autoridad-». «-¡Anda, anda, mil pejetas! ¿Mil pejetas..? ¡Dame juego, mil pejetas!».

*Escritor