La cita previa de una novela es toda una declaración de intenciones del autor. Manuel Vázquez Montalbán, con su premiada Los mares del Sur, acudió a un verso de Salvatore Quasimodo: Ya nadie me llevará al sur. Un simple aguijonazo de nostalgia, y no por lo vivido, sino por lo que se ha quedado por vivir. Como para tantos otros, Egipto se ha convertido en una asignatura pendiente. En los niños del baby boom se produjo una alineación perfecta para sentir fascinación por aquella deslumbrante fascinación. En el tardofranquismo, empollarse las dinastías de los dos Egiptos era una cuestión inofensiva, sin los contenciosos doctrinales que podían presentar los socialistas utópicos y todo el tumultuoso siglo XIX. Aún vivíamos con el rebufo esotérico de Howard Carter, con el suntuoso malditismo de una tumba intacta y la crematística atracción del cinemascope. Nunca lucieron tan exuberantes los ojos malvas de Elizabeth Taylor como cuando encarnó a Cleopatra. Y la claustrofobia fue un concepto aprendido años después, pero aprehendido al contemplar a Joan Collins sepultada en su propia avaricia, mientras la arena sellaba la pirámide con su corte de eunucos como acompañantes. Y hasta Nasser se enchuló con los ingleses, lo cual reforzó nuestro filo arabismo y la empatía por las orillas del Nilo.

Pero recito a Quasimodo para aterrizar en esta contemporaneidad. La primavera árabe salió rana en El Cairo. Los Hermanos Musulmanes entendieron la democracia como una estación de tránsito y Mohamed Morsi, el único presidente no elegido en urnas de cartón piedra, acabó sus días en un presidio. Al Sisi se encumbró gracias a las cagaleras de Occidente; al compromiso de que los militares eran los únicos que podían garantizar que te hicieses una fotografía junto a la Esfinge sin que saliera en el encuadre un tipo con un cinturón explosivo. El turismo es cobarde, qué le vamos a hacer.

Pero es hora de calentar motores. Ahora que los israelíes han asaltado la banca vacunando a todo quisqui y acaso puedan ser magnánimos con los vecinos por las dosis sobrantes. Ahora que a medio plazo puede olfatearse el final de esta pesadilla universal, las autoridades egipcias han organizado el acabose. El traslado de la crème de la crème de las momias a un nuevo museo podía ser discretito ¡Que va! Un desfile que parecía asesorado por la Concejal de Fiestas del Ayuntamiento de Alcoy. Moros sin Cristianos ni Paquito el Chocolatero, pero mucho atrezzo de casto peplo que seguramente habría contado con la aprobación de Terenci Moix. Y lo mejor de todo, los vehículos sarcófagos que presentaban una incontrovertible semejanza con los Autos Locos. Posiblemente la ortodoxia de la egiptología se habrá escandalizado con esa suerte de anatema, involucrando a la reina Hatshepsut en una perfomance excesivamente kitsch. Misión cumplida, al fin y al cabo, porque la promo y la repercusión puede estar por encima de una cuestionable estética. Puede ser muy cínico, pero si en nuestro país han sido los yayos los que han sacado las castañas del fuego, en Egipto son los sudarios de aquellos milenarios difuntos los que dan a los vivos de comer. Según se mire, esta es otra forma de inmortalidad y de exhibir un rutilante poder. En el sector turístico, la competencia va a ser dura y habrá que exprimir los talentos. Incluso compitiendo con el más allá.

* Licenciado en Derecho. Graduado Ciencias Ambientales. Escritor