Hay un tiempo en el que el niño se obstina en cerrar los ojos al mundo de los mayores. Si alguna vez fuimos felices, hubo de ser en ese jardín cerrado. Luego, de un modo paulatino, el adulto que algún día seremos va abriendo la cancela poco a poco, nos anima a salir con toda clase de señuelos, se burla de nuestras hormigas y jaramagos. De aquel griterío, de aquellos saltos y cabriolas, tan solo nos queda al final un monigote desdibujado, incapaz de iluminar esa niebla opaca que llamamos realidad.

Cuando llegaba la feria, ese mundo de fuera se nos ponía bruscamente delante. Al fin y al cabo, en aquel recinto repleto de atracciones y algodones de azúcar, confluían los sueños de la infancia con la dura cotidianeidad de unas personas que, en condiciones precarias, trataban de ganarse la vida. Imposible establecer puentes entre una orilla y otra. ¿Cómo explicar al niño ese gesto de hastío de la taquillera mientras contaba las monedas? ¿Y qué decir de la bruja del tren de la bruja? ¿De verdad era una bruja? Resultaba imposible no fijarse en el descuido con el que el bajo de sus pantalones asomaba por la falda, ni en cómo se le torcía la peluca a cada paso, ni en la desgana de esos escobazos que lanzaba a diestro y siniestro. Nada de eso podía abatirnos: un simple parpadeo bastaba para expulsar de nuestra conciencia aquellas notas discordantes.

¡Y el tiovivo! Ya en la plataforma, y una vez que la sirena había soltado su bramido, daba comienzo un viaje emocionante por calles muy concurridas (el que un conejo corriera al lado de nuestro porsche no refutaba nada). Yo era un piloto experto pero prudente: de vez en cuando extendía el brazo para indicar al conductor de atrás que iba a torcer por algún cruce –y eso que no había cruces, pues viajábamos en círculo (pero eso no importaba). ¡Cuántas maniobras me veía forzado a emprender para no chocar con nadie! En ocasiones distinguía a mi madre sobre la acera, y me emocionaba comprobar una y otra vez cómo se sorprendía tanto de volver a verme. Pero a veces, ¡circunstancia extraordinaria!, sucedía que, con motivo de algún percance, el vigilante se viera obligado a subir al tiovivo en movimiento para solucionarlo. Con un pitillo entre los labios, apoyándose quizás en el hocico de un ciervo, avanzaba por la plataforma sin inmutarse. ¿Cómo podía dar un solo paso en medio de aquel tráfico tan intenso?

Ese hombre procedía de un universo paralelo que pretendía mezclarse con el mío. Un universo cuya existencia apartaba yo a un lado mientras, con un giro de volante, salía del carrusel de feria para adentrarme de nuevo por la avenida abarrotada.

*Escritor