La pasión es una emoción, un sentimiento que parece nacer dentro de uno mismo y que nos impulsa y nos arrastra con una fuerza absolutamente irresistible. La pasión es más potente que la razón y a menudo no la contradice, sino que la multiplica sumándose a ella, cuando existe en un individuo, y la hace aún más eficaz en la consecución de cualquier objetivo. Vivir sin pasión es dejar que sea la vida quien te viva desde fuera: comer, beber, dormir, asearte, trabajar, estudiar, relacionarte con los demás, amar, reproducirte y esperar la muerte estoicamente, sin pena ni gloria, sin haber hecho siquiera la intención de cambiar el mundo mientras se consume tu tiempo.

Cuando se analizan con detalle las historias personales de éxito, entendido éste como el logro de un objetivo marcado por el protagonista de la historia, siempre se descubre la pasión como un elemento esencial. Da igual una historia de amor, una carrera artística, deportiva o empresarial. O un proyecto vital absolutamente personal como el de un sabio que busca entender en qué consiste esto de vivir.

Resulta sorprendente que esta visión positiva, creativa, de la pasión, la que manejan hoy en día la mayoría de las personas que se ven a sí mismas como ciudadanos libres, no se corresponde con la definición etimológica, derivada del verbo griego pasio, que puede traducirse por sufrir o ser objeto pasivo de una acción. La emancipación de la conciencia individual y el desarrollo de la capacidad de vivir en libertad y con alegría es el verdadero avance de la Humanidad, superior incluso a los avances científicos y tecnológicas que, mal entendidos y peor empleados, pueden conducir a la deshumanización y la esclavitud del individuo.

Medio mundo se ha entregado esta semana al recuerdo y la recreación, a veces puramente mecánica y folclórica, pero también de una manera verdaderamente apasionada, de una Pasión con mayúscula. La Pasión, la de Cristo, es el paradigma de la definición griega, y latina, de la palabra pasión: el sufrimiento de un drama inevitable. Histórico o mítico, según se deje uno llevar por la fe o por puras argumentaciones de la ciencia histórica, lo cierto es que la pasión de Cristo ha conseguido convertirse en un modelo en la vida de millones de personas, para quienes vivir consiste en arrastrar una pesada cruz hasta plantarla en el Calvario. Y aceptar con alegría ese drama, guiados por el ejemplo de Jesús, porque él enseñó con su Pasión el camino de la salvación y la vida verdadera, una vida eterna en el Reino de los Cielos.

Esa es la realidad del cristianismo, la religión que se fue construyendo sobre partes de la vida y el mito de Jesús, y a la que debemos, entre otras muchas cosas, también la persistencia de ese significado clásico de la palabra pasión. En cuanto a la realidad del Jesús histórico, eso es algo difícil y quizás para siempre imposible de abordar y esclarecer. Son escasas las referencias históricas objetivas, y ninguna contemporánea directa. Están las de Flavio Josefo, Suetonio, Tácito. Y la vida y enseñanzas de Jesús mostradas en el Nuevo Testamento no pueden tomarse como recuentos históricos: nos han llegado más o menos filtradas y tergiversadas por interpretaciones y traducciones erróneas o interesadas. E incluso lo que muestran los Evangelios tal como pueden leerse hoy en día, esos textos pueden usarse para retratar a un Jesús muy distinto del que se ha convertido en centro del cristianismo. La interpretación más heterodoxa de ese posible Jesús histórico lo muestra como un hombre especial, perseguidor de la sabiduría esotérica, que siguió con pasión esa vía interior para entender el mundo, y creyó ver lo que otros sabios esotéricos ya vieron y han vuelto a ver a lo largo de la historia de la Humanidad: que el mundo de verdad es conciencia, de una naturaleza radicalmente diferente al mundo material que consideramos real. Por eso insistió tanto en decir que su Reino de Dios, su Reino de los Cielos, es un reino en la tierra.