La pandemia mundial requiere otras vacunas que no han salido aún, por más que cada uno pueda ir encontrando sus remedios. Encontrando o improvisando, porque llevamos un año improvisando estados de ánimo. Nada menos que un año no mudando de piel, pero sí de mirada o de temperamento. Algo así como estar entre la melancolía y la aspereza, con épocas sublimes para la aceptación. En la aceptación está todo: todo lo que no está ni en la melancolía ni en la aspereza. Llevamos un año aceptando, aceptando sin más, porque no hay otra forma de salir adelante. Aceptando por un bien individual y colectivo, pero también por la sobrevivencia del espíritu. Durante este año, con momentos de alzadas y bajadas, nos ha sido minada la moral. Levantar la cabeza y mirar adelante era mucho más que una canción. Hemos resistido y resistimos porque es la única forma de seguir viviendo, porque no queda otra, porque no hay otra opción. Estar y resistir. Y eso que ha habido generaciones mucho, infinitamente más castigadas que nosotros. Pienso en la gente que vivió la Gran Guerra, la peste española, el crack del 29, la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, todos los exilios y cuarenta años de franquismo. Ahí es nada. Tengo la impresión de que todos estos hombres y mujeres también lloraron mucho y se desesperaron, lucharon y murieron, vivieron encerrados o en otras geografías, pero llegó un momento en que de alguna forma se encogieron de hombros para seguir viviendo. No creo que tenga tanto que ver con la resignación, sino con un mero encadenamiento de pasos que no se detendría a cuestionarse cuál es el sentido del empeño; porque vivir, de pronto, es avanzar. Algo así estamos aprendiendo, aunque a marchas forzadas: que existir es chupar la esencia mínima del último minuto, porque no hay muchos planes más allá.

Otras generaciones han vivido su propio pulso con la realidad y en escenarios en verdad más duros. Pero nadie escarmienta en la experiencia dolorida de otro y cada daño tiene su argumento. En el último año, nos hemos encontrado con nosotros mismos. No ya con lo peor, que eso nunca se sabe, sino con rincones sombreados que quizá no salían a la superficie en la inercia serena de los días normales, con su ferocidad. La normalidad ahora es seguir sabiendo que las reglas que sirven para hoy pueden cambiar no de hoy para mañana, sino de hoy para dentro de cinco minutos. Y estos cinco minutos son los únicos que importan, porque es lo que realmente podemos controlar. Yo me he apoyado mucho en la escritura y la lectura. Poco antes de la anterior Semana Santa publiqué en estas páginas un artículo sobre el encierro, observando que es la característica más consustancial al escritor. Sin embargo, pensando en esa inercia de escribir cotidiana, y en que de alguna forma me resultaría más fácil adaptarme a eso, creo que el optimismo me jugó, como en otros momentos de mi vida, una mala pasada. Para empezar, porque una cosa es encerrarte voluntariamente --y también con pasión, podríamos decir-- porque estás escribiendo una novela en la que crees, y otra que te obliguen a encerrarte. Y para terminar, porque en circunstancias habituales uno se encierra, sí; pero luego tiene ese contrapunto de la calle al terminar la jornada de escritura. Ahora no es tan duro como durante la primavera pasada, pero la amenaza sigue ahí, con sus limitaciones para el tacto.

Han sido doce meses difíciles en lo personal, pero también en lo colectivo: se nos han visto las costuras demasiado pronto, y no sólo en la estructura social o estatal de un país, sino también pensando en la respuesta europea a la vacunación. Aunque estoy seguro de que todos hemos extraído lecciones valiosas del último año. No digo que el sufrimiento sea deseable, de ninguna manera. Pero sí que, ya que lo tenemos delante de nosotros, y lo estamos viviendo en cada pulsación del calendario, estaría bien sacar alguna conclusión. Además del dolor terrible de la pérdida, para quien la ha sufrido, estas condiciones en cambio permanente, la mutación de todas las medidas, de los muros geográficos, de los cielos cerrados, han sido un espejo interior impagable. Quien no se haya encontrado con sus luces y sombras es que no tiene luces, y tampoco sombras. Y en ese territorio de oscuridad latente es donde se encuentra, o donde puede hallarse, la íntima fuerza del ser humano. Han saltado los puntos de las viejas heridas poco antes de cicatrizar, y hemos recuperado, día a día, al minuto, esa verdad interior que habíamos perdido.