Yo prohibiría la juventud, así terminaríamos antes. Descarriados fuimos y seremos, pero a los que empiezan en este arte borroso que es vivir, por lo que sea, se les nota más que no tienen rumbo. Ni les importa. Yo envidio a los livianos y a los solitarios. Envidio a los adolescentes que hablan descontroladamente alto. Ya nunca volveremos a esa libertad. Ni Díaz Ayuso sería capaz de hacernos retroceder a ese instante, a ese tesoro. Pienso en mí más de lo que debería. Pienso en vosotros menos de lo que merecéis. Existe dios porque llega la noche disciplinada y naranja a borrar su luz, a recordarnos que cada día es un milagro, que no hay azar que pueda engendrar tanta belleza. Querer lo que no podemos tener nos convierte en seres terribles. En mustios soberanos. Hasta el deseo es un pacto de sombras. En cada beso doy, en cada beso pierdo. Una vez amé sin pensar en el futuro, y fueron cinco minutos maravillosos.

Con siete años, durante una ruta por la playa en un campamento de verano, encontré un esqueleto de delfín. En sus huesos habitó el misterio del océano y allí era sólo despojo y arena. Todo será así, pensé, con tragedia infantil. Unos meses después murió mi abuela María. Como ese delfín, varó, y también en la orilla dejó su estela de sal. Creo en dios porque el dolor no puede ser una partida de dados, una carta más alta que otra, una simple cuestión de suerte.

Creo en dios por las cañas al sol, la vacuna que hoy le pondrán a mi madre, los monos que recolectaban té en Fujian...

Creo en dios porque hay canciones que nos dan cobijo y labios que nos sentencian, porque hay café burbujeando, y un niño que te despierta de la siesta y batallamos la pérdida y un día dejamos de llorar y sonreímos y volvemos al camino con un lúgubre entusiasmo. Creo en dios por las cañas al sol, la vacuna que hoy le pondrán a mi madre, los monos que recolectaban té en Fujian, las calles de Leith, la teta derecha de Beatriz, los viajes en el Seat Málaga, el azahar, el temblor de la carne al fuego, los libros que ya nunca podremos terminar, el perro que tuve, los hámsteres que mis hijos me pedirán. Creo en dios porque todo este laberinto de intrascendencia disfrazada de sustancialidad sólo puede ser una arquitectura divina, un mapa celeste, el fruto marchito de un árbol glorioso.

Ella me dijo: “Por favor, recuérdame cuando me vaya”. Me dijo: “Pero no con lágrimas”. Me dijo: “Recuerda que siempre lo intenté, recuerda cuánto te amé. Recuérdame y sonríe. Pero, si es mejor para olvidar, recuérdame y llora”. Escucho Treasure de The Cure. Prometí mandar esta columna hace seis horas. La noche es el lomo de una bestia. Hay una nada lejos de este desorden. Me abrazo a ti. ¿No te parece hermosa nuestra irrelevancia? ¿El amor es destino o viaje? ¿Llave o puerta? ¿Estrella o planeta? ¿Estrado o contenedor en llamas?

Los jóvenes no tienen miedo. Somos los adultos los que inyectamos nuestro terror en sus venas azules y marcadas. Heredé el grito de mi madre ante una cucaracha. Heredé un cementerio. Heredé huracanes sin nombre. A mis hijos dejaré mi propia valija de aprensión. Es un despropósito, pero así avanzamos, sobre los hombros de los que se fueron, soportando el peso de los que vendrán. Creo en dios porque hasta el caos parece una coreografía de fin de curso. Porque el miedo trae sus propios patrones, como la Venca. No todas las semanas son santos, pero somos santos todas las semanas. Entre el apocalipsis y la libertad, votaré en blanco.

Ella me dijo: “¿Nos vemos mañana?”. Y yo le dije que sí. Pero no volví a sus piernas, ni a su casa, ni a su calle. Porque la ciudad es un paraíso que se ha echado a perder. Un jardín de ocres y ceniza. Yo era joven y el mundo estaba por inventar. Tengo 41 años y blanco roto en la mirada. Un adiós interminable y un hola que se hace de rogar. Creo en dios porque creo en un mañana. Un mañana de cascotes y polvo. Raspar el gotelé. Elegir armarios en el Ikea. Besarnos tras discutir porque el maletero, “te lo dije”, no se iba a poder cerrarse. Pero aquí estamos de nuevo, en la senda del amor. Pisoteando los hierbajos en la cuneta. Equivocándonos con estruendo y mimo. Mirando el cielo a través de los barrotes en la cárcel de la ternura.