Hoy es Viernes Santo, un día especial y tremendo en las entrañas de la humanidad. La liturgia de este Viernes Santo nos congrega bajo el signo de la cruz. Y nos conduce admirablemente al hondón mismo del misterio cristiano. La Iglesia nos invita a que contemplemos la cruz y el crucificado. Y aprendamos, de una vez para siempre, que la cruz verdadera no es el madero, sino una entrega voluntaria de amor. Es algo que no perciben los ojos, sino solo el corazón. La cruz sólo puede entenderla quien ha entrado en una dimensión entusiasmada del Evangelio. Junto a la cruz de Cristo se han levantado, antes y después, miles de cruces con las víctimas de la pobreza y de la violencia.

Pero la cruz no son las cruces, sino amar en las situaciones difíciles; ser capaces de amar hasta el sufrimiento. La cruz no es algo inhumano, sino sobrehumano. Amar así es señal de que uno ha entrado en su vida en una modalidad divina, en un orden claramente superior. Solo un Dios extremadamente bondadoso pudo hacer de la cruz no fracaso y locura, sino sabiduría y fortaleza. Nunca la humanidad pudo sospechar que el máximo signo de terror y de muerte podría llegar a ser signo universal y dichoso de solidaridad, de gloria y de alegría.

Las hermandades de Córdoba nos muestran hoy sus imágenes, resaltando con fuerza el Gólgota, el escenario de la crucifixión, en el Santísimo Cristo de la Expiración, en san Pablo; en el Cristo de la Clemencia, representándolo ya muerto en la cruz; en Nuestra Señora de los Dolores, la Señora de Córdoba, musitando la más honda lamentación que puede brotar de las entrañas de una madre: «Oh vosotros, que pasáis por el camino, deteneos y decidme si hay dolor semejante a mi dolor»; en el Cristo del Descendimiento, en el Campo de la Verdad; en la cruz solitaria en el Calvario y en María Santísima en su Soledad, para que la acompañemos en su dolor. Y por último, en la iglesia de la Compañía, el Santo Sepulcro, Cristo muerto por nuestros pecados, para que podamos vivir eternamente como resucitados.

El Viernes Santo deja en las entrañas de la humanidad el escalofrío de la cruz y del Crucificado. La cruz es el máximo acto del amor de Dios: «Es el abrazo de Dios a los verdugos de su ungido», como se nos dice en la liturgia de hoy. La cruz habla de la magnitud del amor de Dios: «Nadie tiene mayor amor que este de dar la vida por los amigos». La cruz es árbol de vida, con frutos de salvación. Diego Fabri, el dramaturgo italiano, dice en su Proceso a Jesús: «Pensaban que plantaban una cruz, pero lo que plantaron fue un árbol».

El Viernes Santo nos enseña a saber mirar a Cristo crucificado, o mejor, a sabernos dejar mirar por él. Cuando los cristianos levantamos nuestros ojos hasta el rostro del Crucificado, contemplamos el amor insondable de Dios, entregado hasta la muerte por nuestra salvación. Y sentimos en lo más vivo del alma que Dios nos sigue interpelando desde los crucificados de nuestros dias. No podemos separar a Dios del sufrimiento de los inocentes. No podemos adorar al Crucificado y vivir de espaldas al sufrimiento de tantos seres humanos destruidos por el hambre, la guerra o la miseria. Hemos de revelarnos contra esa «cultura del olvido» que nos permite aislarnos de los crucificados, desplazando el sufrimiento injusto que hay en el mundo hacia una «lejanía» donde desaparece todo clamor, gemido o llanto. Porque sigue siendo verdad la frase de Pascal: «Cristo sigue en agonía hasta el fin de los tiempos».