Fe y cultura son los protagonistas indiscutibles de estos días, en los pueblos más recónditos de toda nuestra geografía donde se reviven tradiciones y sentimientos arraigados durante siglos, que han ido conformando nuestra propia idiosincrasia e identidad como sociedad. Sin embargo, la suma, de un lado, de los vientos de la globalización, entendida como una mundialización de las relaciones humanas, la cultura y la información, los mercados y las tecnologías , que han ido conquistando tendencias y modas, patrones culturales o fiestas importadas, que en no pocas ocasiones han entrado en competencia con tradiciones autóctonas llegando, en algunos casos, a punto de suplantarlas; y de otro lado, la secularización de la sociedad y la progresiva laicización de la vida pública, nos han ido llevando a un pensamiento y una cultura occidental cada vez más uniforme por global. Somos, en realidad, un gran mercado manipulado de los mismos productos, en el que caben además de modas, tendencias, doctrinas, ideologías, etcétera.

Pudiera pensarse que en ese nuevo escenario del materialismo y el utilitarismo pragmático no había hueco para las religiones, como pusieron de manifiesto en los años 70 y 80 no pocos filósofos y sociológos. Y sin embargo, la realidad es que en todo el mundo, el número de personas que proclaman su fe esté creciendo. No solamente en China, sino en los países árabes, o incluso en estados como Brasil o Méjico, donde diversas confesiones van ganando fieles.

Ahora que aquí hacemos largas colas en las puertas de los templos y que vivimos la fuerza de nuestras raíces culturales y tradiciones, traigo estas ideas a colación, porque sea o no la reacción identitaria contraria, aquéllas sobreviven con vitalidad al empuje de esa globalización y secularización. Por ciento, con mucha más naturalidad y espontaneidad ahora que aquel nacional catolicismo oficial de los años 50, de bares cerrados, de velos y crespones negros. Si bien la cultura no es algo estático, cuyo cambio se produce con más celeridad que en tiempos pasados, al flujo de tantas influencias e invasiones externas.

La pluralidad religiosa, además del materialismo, es el hecho nuevo con el que convivir frente a secularistas y extremistas agresivos que se retroalimentan mutuamente. El reto no es concebir la religión como una batalla, sino mostrar la bondad de la fe genuina, cambiar el recelo común por el respeto común. En esta era de la globalización, esa fe puede representar razón y progreso. La religión no está muriendo ni debería. No ha muerto el sentido de la trascendencia por muchos realitys show con los que nos entretengan. El mundo necesita a personas con fe, que no solamente la expresen en tradiciones culturales arraigadas unos días al año, sino que lleven su credo a la coherencia de sus vidas cotidianas, de sus principios y proyectos, a sus relaciones son sus semejantes. Lo que, sin duda, es bastante más atrevido y exigente, y nos cuestiona mucho más personalmente.

 ** Abogado y mediador