El soneto de Góngora, esculpido frente al río por el silencio azul de la mañana, mira el sereno fluir de la ciudad. La gente pasea sin prisa, aún somnolienta, por el puente Romano ajena a la poesía que flota en su entorno. Nadie se detiene a hundir los ojos en el agua para contemplar la danza de los cormoranes en el corazón del río secando sus alas fangosas bajo el sol. Nadie tiende la vista en los zafiros y esmeraldas que muestran los cuellos esbeltos de los ánades que nadan con calma en el cuerpo de la luz. De aquí a pocas horas, a partir del mediodía, las aceras de la Ribera bullirán encendidas por el brujuleo de los jóvenes que ocuparán los bares y las terrazas para disfrutar del aperitivo con una cerveza o una copa de vermut. Eso ocurrirá luego. En estos instantes la Ribera ofrece un ambiente mucho más tranquilo. Las personas discurren de un lado para otro; algunas desfilan camino del trabajo; otras hacen deporte: corren, miran, vienen, van... Lo que más me gusta de Córdoba estos días íntimos de primavera, entre otras cosas, es la bulliciosa y amable algarabía de los verderones, mirlos y herrerillos que alegran el ambiente con sus silbos cristalinos. La poesía en la Ribera es la patria de los pájaros, un fértil terreno cosido por las alas de una alegría líquida, infantil.

Por costumbre, cuando paseo por la Ribera voy en la compañía de dos poetas: Machado y Colinas. Ellos son mis dos maestros. Los versos de ambos susurran entre mis sienes como el aleteo sutil de un gorrión. Siempre viaja conmigo, adherida a las entrañas, la luz machadiana que oscila entre los árboles dorando la orilla del río Guadalquivir. La palabra poética del leonés Antonio Colinas vibra en los chopos, sustancia mis pisadas, mis ojos extasiados en la visión de la Albolafia que se tiende a mi lado amable, maternal. Hace ya cuatro décadas, cuando paseaba por aquí y cruzaba a diario el viejo puente romano camino de la Normal de Magisterio, no sentía lo mismo que hoy siento. Aquellos días había otras palabras, otras voces, en mis entrañas. Hoy la Ribera es la pócima sagrada que bebo a diario, la líquida sustancia que baña los páramos de mi corazón. Esta mañana de abril llevo en los ojos la espuma sublime de un verderón trinando. Mientras cambio de acera, el soneto azul de Góngora sigue presidiendo, ajeno a la mirada de los transeúntes, la lírica belleza, literaria e histórica, de este espacio milenario en que la ciudad se ayunta con el río. Una máquina barredora ensucia el aire e inunda el lugar de un ruido desquiciante. Las ventanas del seminario diocesano miran con indiferencia el horizonte de edificios y colinas diluyéndose hacia el sur. Entre tanto, los sauces y los olmos cuchichean cuando cruzo a su lado movidos por la brisa que viene del este. Se ensancha a mi derecha la espesura suave y febril de la Albolafia amparando en su seno el canto de los mirlos y el diamantino zureo de los torcaces. Detrás del verdor insomne, late el río lleno de cormoranes, patos y garzas. Colinas y Machado siguen cerca, acompañándome como vagas siluetas de un libro intemporal abierto en mi espíritu desde la adolescencia. Los versos, las aves, la gente que transita a la orilla del río..., es la imagen matinal que acompaña mis lentos paseos primaverales por la Ribera de Córdoba. A diario, mi corazón se ensancha y se humedece mientras camino reflexionando a solas, fuera y dentro de mí, sobre la belleza indómita de esta ciudad del Sur dulce y sagrada, coronada estos días de azahares y jazmines. ¿Quién soy mientras piso las piedras milenarias, la emoción de la luz que cae sobre el alcázar como una gasa feliz de muselina que diluye y endulza el ocre de los muros?

La ciudad que respiro a diario, esta urbe cálida, celeste y enjuta, como antaño escribió Lorca, es una de las más bellas del planeta. La mañana de abril huele a rosas y a jazmines en el barrio que habito. Y en el Paseo de la Ribera la poesía se concentra como un zumo de aleteos y de hojas de chopo vibrando bajo el sol. Antonio Colinas inmortalizó esta ciudad hermosa y romántica, celeste como pocas, en su novela bellísima «Un año en el Sur». Y ese enamoramiento adolescente del poeta sublime, genial, de la Bañeza, es el mismo que experimento día tras día cuando paseo a diario junto al río y el soneto de Góngora esculpido por la luz de la mañana restalla entre mis sienes como un relámpago de oro. Chopos, sauces, cormoranes y garzas, nutrias y ánades silvestres, componen el mapa singular de la Ribera que recorro a diario acompañado por los versos memorables e inmortales de dos poetas clásicos. No sabría vivir sin respirar la brisa cálida que susurra en mis párpados junto al Guadalquivir. Como el adolescente adherido a las pupilas de la chica que ama, me adentro con sigilo en el corazón sutil de una ciudad que me abraza y acoge a los pies de la Albolafia, en la orilla pétrea e inmortal de su molino donde moran los gatos de la melancolía y flotan los versos de Góngora, Machado, y Antonio Colinas, dejando en mis entrañas el latido poético y mágico del Sur.

* Escritor