Como, por fortuna, las nuevas generaciones de estudiantes suelen desconocer lo que es una dictadura represora, conviene recordarles, de vez en cuando, que no siempre todo el monte de las libertades fue orégano. En consecuencia, vamos a referir un suceso que acaeció en los lejanos años 50 del siglo XX.

Entonces, en Granada, con excepción de medicina, todas las facultades universitarias y colegios mayores estaban enclavados en el mismo barrio. Perímetro urbano donde había, también, tres establecimientos de pompas fúnebres que exhibían, para reposar la vida eterna, desde arcones almohadillados hasta modestas cajas de pino, pintadas de negro, con un rudimentario crucifijo de calamina en la tapadera.

En aquel tiempo, en la facultad de Farmacia impartía sus últimas lecciones el eminente parasitólogo cordobés Carlos R. López-Neyra, y había llegado un joven de habla estropajosa -Ángel Hoyos de Castro- para ocupar la cátedra de mineralogía, desde la que suspendía alumnos con una ferocidad indomable. Lo que mostraba, en buena lógica y razón, su ineptitud para enseñar al que no sabe.

Pues bien, los aprendices de farmacéuticos y farmacéuticas que estaban hasta las pelotas y el moño del gran cateador ininteligible, inspirados por la cercanía de las funerarias, decidieron burlarse de él fingiendo su entierro por las calles del barrio. Para ello, compraron un ataúd barato. Llegado el momento de la simulada ceremonia, cantando gorigoris alusivos se puso en marcha la fúnebre comitiva, precedida por una pancarta en la que se leía: «Entierro de un tirano».

A poco de iniciarse el cortejo -según se dijo, porque un tiralevitas del régimen había chivado al gobernador la falsedad de que los estudiantes estaban parodiando el sepelio del invicto Caudillo-, llegó una nube de polis uniformados -los temibles «grises»- que, sin previo aviso, desencadenaron una tormenta de zurriagazos que dejó maltrechos, y con hematomas, a los participantes en el humorístico acontecer.

La indignación que, en un gesto de solidaridad, abarcó a la universidad entera, se extendió como agua derramada, y puso en funcionamiento al jefe del SEU -simulacro de sindicato obligatorio-, el falangistoide Baldomero Palomares, hábil individuo que flotó en las aguas políticas hasta después de los 80. Conocida por Palomares la auténtica realidad del cafarnaum, se entrevistó con la máxima autoridad provincial y ambos decidieron que fuese al gobierno civil una comisión de futuros farmacéuticos a obtener, no el reconocimiento del error, pues las dictaduras jamás se equivocan, sino una especie de paños calientes para rebajar el cabreo estudiantil que se había disparado.

Como, rápidamente, se extendió la noticia de que el gobernador, Servando Fernández-Victorio -solterón, amigo íntimo de su garboso secretario particular-, iba a recibir a la representación de los estudiantes maltratados, a la hora acordada para el encuentro, delante de la sede gubernativa, se congregó una multitud de universitarios que paralizó el tráfico de la Gran Vía, pidiendo a voz en grito que don Servando se asomara al balcón. Pretensión coreada usando la letra de una canción de moda: «Sal al balcón, mi querida mariposa».

Por último, para redondear la anécdota, recordaremos que Radio Pirenaica, la emisora clandestina del PCE, desmenuzó la noticia durante varias noches, proclamando que las fuerzas antifranquistas habían obtenido una resonante victoria sobre el gobernador civil y las huestes represoras del que llamaban «mariscal Palomares».

* Escritor