Hoy, Jueves Santo, se celebra el día del amor fraterno, ya que en este día brotó de las entrañas de Jesús el mandamiento nuevo: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Y en este día también, Jesús proclamó, poniéndose de rodillas para lavar los pies a sus apóstoles, la «cultura de la toalla». «Jesús se levanta de la mesa, se quita el manto, y tomando una toalla, se la ciñe y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido», nos cuenta el evangelista Juan, con todo detalle. Con el gesto incomprensible del lavatorio de los pies, Cristo nos enseña algo esencial: lo que redime nuestra vida, lo que nos salva, no son las cosas razonables que hacemos. Solo el exceso de amor puede acrecentar la vida. En el lavatorio de los pies hay mucho más que un simple «ejemplo» de humildad. Se comprende que los discípulos se sintieran perplejos. Ante sus ojos se está produciendo un «cambio de valores» como nunca ocurrió en la historia. Un cambio de valores que es el inicio del cristianismo. Un cambio de valores que es «obligatorio», porque quien no entra en esa «oblación» divina no tendrá parte en Jesús, no será verdaderamente cristiano. Como bien nos lo explica Romano Guardini: «Jesús no pide a los suyos solo que sean humildes o que amen, les pide que entren por el camino del sacrificio redentor». Todo cristiano recibe, antes o después, esta invitación al anonadamiento que, según Guardini, «el mundo considera locura; el corazón lo encuentra intolerable; la razón, absurdo».

La Semana Santa de Córdoba nos ofrece hoy en los templos, de la mano de nuestras hermandades y cofradías, unas imágenes impactantes, entrelazadas, por una parte, con el drama de la pasión de Cristo, y por otra, con la esencia misma del cristianismo. La imagen del Cristo de la Caridad, expresión que traduce el mandamiento del amor en obras de ayuda generosa a nuestro prójimo; la imagen del Caído, que nos recuerda ese «anonadamiento» de Jesús, tanto a los pies de sus apóstoles, como en sus caídas, camino del Calvario; la Sagrada Cena o el esplendor de la Eucaristía, que brilla como el testamento del amor de Jesús, quedándose con nosotros hasta el final de los tiempos. No podía faltar en el Jueves Santo la silueta de María, en la imagen de Nuestra Señora de la Angustias, con su hijo en brazos, modelo de paciencia y compasión para todas las madres de la tierra. Tampoco podía faltar una palabra que es clave en el lenguaje de Dios, la Gracia, y por eso, contemplamos hoy en la iglesia de los Padres Trinitarios, la imagen imponente del Cristo de Gracia, aceptando la terrible crueldad del dolor, con la serenidad del amor. Y al fin, el Santísimo Cristo de la Buena Muerte y Nuestra Señora Reina de los Mártires, en San Hipólito.

En este Jueves Santo brillan con fuerza dos espléndidas «culturas», que el mundo de hoy necesita con urgencia: la «cultura de la toalla» y la «cultura de la Eucaristía». La «cultura de la toalla» brota del lavatorio de los pies. Jesús sustituye la ritualidad de la Cena por su significado más profundo: servir, considerar a los demás como superiores a nosotros mismos. Y la «cultura de la Eucaristía» brota de la primera misa que se celebra en el mundo, cuando Jesús afirma que lo que se come es su propia carne y lo que se bebe es su misma sangre. Lo verdaderamente asombroso para nosotros es que en sus palabras, Jesús no centra tanto la transformación de las cosas como en la transformación de las personas. Habla de nuestra transformación en él: «quien me come, vive en mi». Comiendo, somos nosotros los que nos unimos a él, permanecemos en él, vivimos en él. La Eucaristía es la máxima cercanía a los demás. Y por eso, la «cultura» que nos ofrece es amor fraterno, comprometido y solidario.