Diego López de Haro y Guzmán (1531-1599) fue un noble cordobés descendiente (nieto) de Doña Beatriz de Sotomayor, Marquesa del Carpio, y del afamado caballero castellano don Diego López de Haro. Era vecino de Córdoba, caballero Veinticuatro de la ciudad y Gentilhombre de la Casa Real. A decir verdad para la época un noble de segunda fila, pues el título nobiliario de Marqués del Carpio lo ostentaba un hermano suyo. No sabemos bien las razones que movieron a Felipe II a fijarse en don Diego para pilotar el magno proyecto de las Caballerizas Reales de Córdoba, lo cierto es que con fecha 20 de noviembre de 1567 el Rey Felipe, mediante cédula Real, expidió su nombramiento como Caballerizo de Córdoba. Parece que el Rey para cuando tomó aquella decisión, ya había pensado elegir a Córdoba como sede de su proyecto de mejora equina así como la ubicación de sus Caballerizas, y por ello buscaba un destacado ganadero de la tierra.

Pues bien, don Diego, primer Caballerizo Real de Córdoba, con su trabajo y constancia fue el «hacedor del caballo andaluz». Él consiguió obtener una casta singular de caballos de prototipo reconocible (un aficionado de la época podía identificar aquellos ejemplares entre el resto de la población caballar). Además este prototipo se ha mantenido en el tiempo, pues el caballo logrado a finales del siglo XVI se asemeja morfológicamente al caballo que ha llegado hasta nosotros, del que nos sentimos tremendamente orgullosos, «nuestro caballo español». Para su selección partió de una población animal bastante uniforme, los caballos que existían en Andalucía elegidos bajo el criterio de una misma persona: al gusto de don Diego. Él tenía su caballo en la cabeza, el que le gustaba, el que quería mejorar, llevando la selección en post de ese caballo ideal soñado. Siempre caminó en esa dirección, desechando todo lo que se apartaba del objetivo y potenciando lo que se aproximaba a su modelo ideal. Para ello cuidaba mucho la elección de sementales e incidía en la selección repetitivamente con los caballos padres que le gustaban, cubriendo con ellos a yeguas hijas, nietas e incluso a algunas de sus bisnietas. En la elección de los sementales, el Caballerizo se llevaba su tiempo, pues seguía a la piara en el campo, identificaba las madres de los elegidos, controlaba el desarrollo de los potros, luego en los apartaderos observaba como se comportaban estos ejemplares en la piara. Después, todos, y digo todos, se desbravaban y domaban en la caballeriza para apreciar su comportamiento en la montura y demostrar su idoneidad para la silla.

Esto lo estuvo realizando don Diego con la Yeguada Real desde 1567 hasta 1599. Mas de treinta años en pos de un objetivo: su caballo ideal. Y treinta años, son muchos años, especialmente en una población equina, pues ello permite obtener más de seis generaciones. Seis generaciones en mi opinión son suficientes. Según los genetistas con cinco generaciones de progenitores que se controlan genéticamente se obtiene una pureza racial del 95%. Además debemos tener en cuenta las elevadas tasas de consanguinidad generadas en la explotación, pues aunque el colectivo era amplio, entorno a las quinientas yeguas, dado que se tenía la intención de fijar unos caracteres, las cubriciones de los caballos padres fueron repetitivas. Y todo ello supone mucho, con toda seguridad permitió fijar los caracteres deseados y hacer reconocibles a sus descendientes, logrando una nueva casta de caballos, el caballo de Córdoba. A día de hoy una raza: el caballo andaluz, de reconocimiento mundial.

Así pues, este es el motivo de la importancia de las Caballerizas Reales de Córdoba y don Diego López de Haro y Guzmán el hombre que materializó su trascendencia. Por ello, me parece apropiado rendir homenaje desde aquí a un personaje cordobés y excelente ganadero que realizó unos de los mayores logros de la España moderna, -hacedor del caballo andaluz-. Para algunos (entre los que me incluyo) la obra más trascendente de Córdoba de la época Moderna. Que yo sepa don Diego nunca ha merecido un reconocimiento público, sobre el que tal vez la sociedad, tapado por la grandeza de su promotor el Rey Felipe II al que sirvió hasta su muerte, olvidó su protagonismo en aquella obra. Parece como si nadie hubiera recabado en la excelencia de su labor, ni siquiera Córdoba, su ciudad natal donde vivió y trabajó 67 años, hasta la fecha le ha dedicado el nombre de una calle, o lucir una escultura en algunas de sus plazas. No obstante, por el solo hecho de ser el hacedor de una raza de caballos de tan reconocido prestigio como la cordobesa, su persona merece la condición de universal.

* Catedrático emérito. Universidad de Córdoba