Naos, galeones, galeras, galeazas, bajeles, pataches, urcas, pinazas... Pocas nomenclaturas proyectan un efecto tan fascinante como los sustantivos de la náutica. La aventura siempre se ha hermanado con los sueños y con el salitre. Occidente no sería Occidente si Homero no hubiese puesto la embarcación de Ulises bajo el capricho de los dioses. O Jasón hubiese demostrado la soberbia de la Hélade, llegando a Asia Menor para arrebatarle a la Cólquida el vellocino de oro, el mismo que desde los Habsburgo encabeza las distinciones de la realeza europea.

El barco encallado no siempre ha sido sinónimo de desastre. La Santa María se convirtió en el fuerte Navidad, muchísimo antes de que los padres Peregrinos nos dieran la coña con el Mayflower. Y Cortés mandó hundir, que no quemar sus naves porque en la conquista de México el extremeño no le admitía a sus hombres la política de las lentejas. Ahora sí. Un barquito varado la ha liado menuda. Un buque portacontenedores de pabellón panameño, pero al que le tocado a los japoneses hacer genuflexiones como acto de constricción. Y a decir por el ángulo de inclinación del tronco, también ellos han sentido que la cosa ha sido muy gorda. El tapón del mismísimo canal de Suez. Aquí no hay esclusas que valgan, sino castillos de arena, y una nave gigantesca panameña que paradójicamente y sin apasionamientos, parece decirle al otro canal: jódete.

Después de que en los setenta la OPEP se hiciese tan famosa como el Watergate; después de fraguar Tormentas del Desierto y camelar armas de destrucción masiva, colocando las botas sobre la mesa de un ranchito texano; después de consentir que las monarquías del Golfo se erigiesen como los putos amos, resulta que tanto derramamiento de sangre se hubiese evitado empotrando una mastodóntica tranca en esa franquicia del mar Rojo. Con el portacontenedores en plan Espronceda -Asia a un lado y África, que no Europa, al otro- a Moisés no le habría sido necesario emular al gran Houdini para obviar la ira del faraón.

Por unos días, las costas africanas han recobrado la nostalgia de la osadía portuguesa, cuando doblaron el cabo de Buena Esperanza impulsados por la llamada irrefrenable de las especias. Tampoco le ha venido mal a Vladimiro Putin este sucedáneo de atasco de fin de semana. Ofrecerá a su distinguida clientela las inconmensurables maravillas de la ruta del Ártico, importándole en sus adentros un bledo los estragos del deshielo y toda la milonga del cambio climático. Pero tampoco hay que venirse mucho arriba con el embarrancamiento del Ever Given porque las moralejas se disipan como las gaseosas. Dicen que este tapón puede ser el final de los portacontenedores megalómanos. También se dijo que los galeones fueron sentenciados por su falta de viraje en el desastre de la Armada Invencible. Menuda sentencia, que le permitiría a la Flota de Indias mantener su hegemonía otros dos siglos. A falta de una regulación más racional del tráfico marítimo -incluidos mega cruceros en los canales venecianos- siento ser un aguafiestas con los que asocian la menor eslora de los barcos con las bonanzas de los partidos chicos. No están los tiempos para que saquen mucho pecho, y menos por haber desperdiciado una época en la que las más poderosas siglas políticas se encontraban ostensiblemente varadas. El canal de Suez se ha desbloqueado. Pronto volveremos a sentir la placentera parsimonia de los desatascos. Mejor si huelen a salitre.

* Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor