El Domingo de Ramos nos alza, de nuevo, el telón de la Semana Santa, clamor de esperanza y de fe en las entrañas de la cristiandad. En medio de una pandemia que no cesa, entre olas de sufrimiento y de lucha esforzada contra el virus invisible, la Iglesia católica se dispone a celebrar su Semana Mayor, la Semana Santa, en la que recuerda con fervor y emoción el drama de la pasión y muerte de Cristo, coronada por su esplendorosa resurrección. El pueblo de Dios es particularmente sensible a la contemplación de las imágenes de Cristo crucificado y de su Madre Santísima, acompañándole, dolorosa y amorosamente, por las estrechas calles de Jerusalén, camino del Calvario. Y por eso, la llamada «religiosidad popular» sigue creciendo con fuerza entre nosotros, de la mano de las hermandades y cofradías, que han seguido esforzándose en la organización de sus cultos y en el ofrecimiento de sus imágenes titulares para vivir esta Semana Santa, en medio de la «gran tribulación».

Este domingo, llamado «de Ramos», nos sitúa en el pórtico de los días santos de nuestra redención. Es un reto importante que sepamos situarnos adecuadamente ante ellos para vivirlos con autenticidad. Se trata del máximo drama de la humanidad, el de su propia redención. La Iglesia, ya desde sus mismos inicios, se sintió convocada el domingo por el mismo Señor para celebrar el misterio pascual, y la Iglesia madre de Jerusalén comenzó a conmemorar los sucesos de la redención en los mismos tiempos y lugares en que acontecieron. Así nacieron la celebración semanal y la anual de la pascua. Así nació la Semana Santa.

En aquella primera manifestación triunfal que relata el evangelio de hoy, el pueblo sencillo aclamó al Señor. Mientras tanto, sus enemigos tramaban su muerte. Esta realidad persiste hoy cuando en la vida real unos toman partido por la verdad y el amor y otros lo hacen por el egoísmo y la mentira. Jesús vivió en Jerusalén el máximo drama de la historia del mundo: la presencia activa del mal en el hombre. El mal corrompe al hombre y lo destruye como imagen de Dios, atrofia el sentido profundo de la vida y pervierte la historia. Este mal proviene del egoísmo y es disgregación interior y exterior del hombre. El Domingo de Ramos nos muestra en la liturgia de la Iglesia esas dos caras de un Jesús montado en un asno, aclamado por su pueblo y proclamado como el Mesías y, a continuación, en la lectura de la pasión que tiene lugar en la misa de hoy contemplamos su mesianismo, en contra de las expectativas judías, el rostro del siervo sufriente y fiel hasta el final. El Domingo de Ramos es a un tiempo «pórtico» de la pasión y «síntesis» de ella. El triunfo de la Entrada en Jerusalén es profecía de lo que vendrá: la pasión y muerte de Jesús adquiere su pleno sentido en el grito de victoria sobre el mal en su resurrección.

Hoy comienza la Semana Santa en Córdoba, con un sello nuevo y un aroma penitencial que se concentra en el interior de cada templo: el sello de la reflexión personal y el aroma de una honda actitud comunitaria que nos lleva a contemplar la pasión de Cristo, más desde el corazón que desde el espectáculo religioso. Y será siempre en el corazón donde libremos esa batalla del bien y del mal, eligiendo la del amor que un Dios crucificado nos brinda desde su cruz, musitando la pequeña plegaria del poeta: «No venimos, Señor, simplemente a contemplar tu pasión y tu muerte, tu resurrección y tu vida, sino a participar en ella en comunión contigo».