4’33’’ es el título de una obra del compositor norteamericano John Cage. En ella, durante cuatro minutos y treinta y tres segundos, los instrumentistas no emiten ningún sonido. Los críticos proponen dos lecturas de tan lacónica composición. Para unos se trata de un simple trozo de silencio puesto allí --una sala de conciertos-- donde lo último que uno esperaría encontrar es silencio. Para otros la obra consiste en todo aquello que suena cuando parece que no suena nada: una tos, un suspiro, o el crujido de la butaca sobre la que el espectador se pregunta si no estaría mejor en cualquier otro sitio.

Una parte no desdeñable de las obras artísticas de vanguardia, tanto en el ámbito plástico como en el musical, no son sino la plasmación, sin residuo, de una idea, normalmente de carácter «rupturista». En ello agotan todo su desempeño. Esto trae consigo dos consecuencias. La primera es que no es posible disfrutar de la obra (un cuadro de Malévich, por poner un ejemplo; o ‘La fuente’, de Duchamp) si uno no ha comprendido antes los postulados teóricos de los que parte su autor. Y entonces uno ya no sabe si está gozando realmente de la obra, de las proclamas de las que la misma es mero receptáculo o de un fatuo sentimiento de autocomplacencia por apreciar lo que al filisteo se le escapa. La segunda consecuencia es que, una vez comprendida la idea, desaparece el goce. Sucede como con los acertijos. Cuando uno descubre lo que significan, el enunciado de los mismos pierde todo interés. Los enigmas de la esfinge, una vez resueltos, resultan bastante aburridos, incluso cargantes.

En las obras de arte «antiguas» --y en las de algunos creadores no completamente preprogramados de vanguardia-- hay más espacio para el disfrute y menos para el pensamiento, pues dichas creaciones no apelan al cerebro, sino a los sentidos, y un ojo (o un oído) nunca acaba de ver (o de escuchar) lo que un concepto cree haber apresado ya para siempre. «Dios está en los detalles», dicen que dijo el arquitecto Mies van der Rohe; y es que es en ellos donde el artista revela su condición, que no es la de trasladar una idea a la materia, sino la de vencer las resistencias que esta le ofrece mediante el descubrimiento de soluciones no previstas de antemano. Nunca nos cansaremos de ver un retrato de Rembrandt o de escuchar una sinfonía de Mahler; y ello es así porque tales obras traicionan --¡afortunadamente!-- cualquier propósito que sus creadores hubieran albergado antes de ponerse manos a la obra. Como contraste, les invito a que escuchen en sus equipos de música 4’33’’dos veces seguidas.

** Escritor