Últimamente me pregunto si no será verdad que los ángeles pasean por Córdoba de modo que solo se enteren los poetas o los creadores de ensueños. O si hay un programa Erasmus celestial para que discurran por nuestras calles tratando de ganarse sus alas de arcángeles al mejor estilo Frank Capra. El caso es que además de los que se prodigan por vías, plazas y rincones, amén de los que pueblan los templos y los que anidan en casas y almarios, últimamente hay otros elegantes, estilizados y me temo que frecuentemente traviesos, en los que el amor puede rimar con el humor. Que así son los ángeles de Ginés Liébana quienes junto a los de Miguel del Moral conforman un nivel ‘sui generis’ en la plástica de las jerarquías angélicas.

De Miguel fue el ser alado que ilustró en su día la portada del primer número de ‘Cántico’, al que se alude como un ángel del Sur. Recuerdo que en la primera ocasión en que le entrevisté, allá por los ochenta del siglo pasado, con ocasión de una antológica suya en el Conservatorio, al hilo de la X Semana Musical de Primavera, me dijo que en sus oídos siempre resonaba un verso de Rilke, el mismo que citaba Ricardo Molina en el primer número de la revista: «Un ángel es siempre algo terrible». Pero él acertó a dibujar ese ángel cuyo cegador deslumbramiento anunciaba la aparición de la publicación, como también García Baena atinó a definir. Miguel buscaba, a su manera, la parte angélica del hombre. Para él las calles cordobesas estaban llenas de rostros ocultando mundos tremendos que trataba de captar en la convicción de que el ser humano es el más terrible paisaje que se pueda ofrecer a un artista. Y fascinantes y enigmáticos son también los ambientes de Liébana.

Rilke y Ricardo Molina se emparentaban a través de los ángeles y de las elegías. De Duino las del primero, de Sandua las del segundo. Aunque los espíritus de Rilke son conceptualmente más complicados. Los hombres no podemos verlos- dice- porque nos cegarían. Así que solo los sospechamos (él los intuía en Toledo). Si algún día un ángel me apretara contra su corazón -asevera el austríaco- me suprimiría su existencia más fuerte, pues la belleza no es nada sino el principio de lo terrible, lo que somos apenas capaces de soportar, lo que solo admiramos porque serenamente desdeña destrozarnos. Los llamaba «los mortíferos pájaros del alma».

Menos mal que Ginés Liébana decidió en algún momento imaginarlos mucho más amablemente. En cualquier sitio y lugar, serenos o traviesos, divinos o muy humanos. Tiendo a pensar que los que pueblan estos días las paredes de la Diputación o del Museo de Bellas Artes se escapan por las noches de sus cuadros para, instruidos por su autor, participar en coros de tertulia, callejear en moto o cambiar las cuerdas del arpa por las de la guitarra, sin merma de su trascendencia y de las tareas propias de su etérea condición. Ustedes, como Rilke, si notan algo raro, sospechen y sepan que Ginés Liébana siempre ha manifestado su devoción por lo invisible.

Hace unas semanas la Academia le dedicaba un sesión extraordinaria donde Miguel Clementson, además de articular una brillante exégesis del pintor de Torredonjimeno, cerraba el acto con una liebanita «paremiología del ángel» que quizá tiene más de letanía que de refranero: cónsul del aire, cencerro de las nubes, funcionario de la niebla con mesa de luz y puesto de vigía adivinante, alquimista en un cuarto celeste, anunciador de enigmas, repartidor de manuales aéreos... No sé como sonará la cosa en latín o en griego, pero quizá mereciera la pena traducirla. Y hasta (entre otras muchas habilidades) tiene su dimensión comunicativa: el alado llama a Dios a cobro revertido a pesar de nacer sin teléfono, vende su imagen a través de la creación de los demás, es agente del jardín de la palabra y se ilumina cuando reparte mensajes.

Y cabe adivinar otra dimensión en la que coinciden Liébana y del Moral al afirmar que la obra artística va cambiando en dimensión y contenidos en función del tiempo y del observador. Lo cual tiene cierto aroma a incertidumbre de Heisenberg. También los ángeles, como entes en estado puro, irían cambiando en función de variables que interaccionen con el sistema. Cosa cuántica sin duda. Lo debió sospechar Luis Racionero que dotó a los espíritus celestes de tal condición y colaboró con Ginés en algún libro. Al fin y al cabo de Cántico a C(u)ántico media solo el salto de un electrón.

Buscaba García Baena a Ginés Liébana cuando aún no era ‘Ibiza 35’. Y hoy, como ayer, éste sigue impregnando todo aquello que le ha visto discurrir a lo largo de sus cien años. Y, haciendo honor a las palabras de Pablo, persevera manteniendo «esa clara sonrisa de niño que sabe que no saldrá, como le dicen, ninguna paloma del nido de metal y hule de la cámara fotográfica, y sin embargo sonríe y espera»... (aventuro yo, que, a lo mejor, a algún ángel que, a la convocatoria de su letanía, llene con su espíritu la soledad del artista).

** Periodista