Decir que hoy es el Día Mundial de la Poesía es decir que es el día de Lorca y Mallarmé, de Juan Ramón y Eliot, de Verlaine y de Claudio Rodríguez hacia la eternidad. No habría necesidad de establecer un día mundial de nada, y menos de las cosas importantes o más fundamentales, si no las olvidáramos. La poesía ahora mismo, como siempre, es un privilegio del espíritu. La poesía no es realmente democrática, la poesía no es igualitaria, la poesía no es un caudal de derechos alzados por el dedo del sol: la poesía es la aristocracia más alta de la fe convertida en lenguaje. Pero ¿fe en qué? En el viejo poder redentor de la palabra alumbrada como una entidad propia. Quiere uno decir que desde Góngora el fuego de existir es un generador de su propio lenguaje, de su propia génesis verbal hacia una plenitud que no imita la vida, porque ya es otra vida. Claro que en la poesía vale todo y ningún día es bueno -y menos hoy- para establecer ningún ranking de la poesía mejor o la poesía menos buena, en virtud del registro o el tono en que se ampare: lo importante es que la poesía, cuando es de verdad buena -en el registro, el tono, la tradición que sea- nunca nos desampara. Ya sea imitando a la vida con una poesía de la vivencia que puede acabar siendo, en ocasiones, una especie de periodismo sentimental, como en la poesía que se sitúa nunca por encima, pero sí al otro lado de la vida, con una gestación propia y genesíaca, la poesía, cuando es honesta, cuando toca su fiebre medular, es una razón para seguir viviendo, nuestra música interna, una respiración de lo que vemos y de lo que no vemos, de lo que fue y será, de lo que pudo haber sido, de lo que soñamos que sería, de la hoguera de nieve del canto primigenio y el silencio abatido.

Ya sé que me estoy poniendo estupendo -que no poético- hablando de poesía: pero si no lo hacemos hoy, que es su Día Mundial, cuándo empezar. Quiere uno decir que la poesía es tan amplia, inabarcable, como cada rostro y cada gesto. Que no hay una poesía que sea mejor que otra por el mero hecho de ser culturalista, o mística, o de la experiencia, o minimalista, o en caudal: hay poemas más altos y los hay menores, que también tienen o pueden tener su propia gracia. Hay poetas con obras tan extensas, tipo Pablo Neruda o Rafael Alberti, que siempre viene un listo -o una lista- y te dice: es que en ‘Canto general’ o en ‘Roma, peligro para caminantes’ hay caídas. Tú sí que tienes una caída, pero profunda. Porque no se puede -o al menos yo no soy partidario de hacerlo- medir a todos los autores por el mismo rasero, pasarlos por el mismo filtro en la clasificación de una obra, porque cada uno es una galaxia. Claro que tenemos ejemplos recurrentes en sentido contrario: obras cortas, breves, y también bien cerradas, en autores tan distintos -por citar dos cimeros de su generación, la del 50- como Claudio Rodríguez y Jaime Gil de Biedma. Por eso a los grandes autores de obra extensa -y no digamos ya sí, como Antonio Colinas, escriben además relatos o novelas, excelentes y líricas en el caso de Colinas- no se les puede hacer entrar por el embudo de las obras más cortas y acotadas. Universos, colores.

Si algo he aprendido todos estos años de poesía es que no todo es poesía, pero la poesía sí está, de alguna forma, en todo. En cada perfil curvo de la vida. Y que no hay ningún estilo, ni ninguna escuela, ni mucho menos tendencia o asociación poética vecinal que sea una garantía de calidad o emoción. Porque en todos los estilos, en todas las escuelas y en todas las tendencias -el movimiento asociativo es otra cosa- hay buena y mala poesía, hay emoción o copia sableada, hay autenticidad, lenguaje y pálpito, con su nervio en la sangre de un lenguaje que llega y nos renueva nuestras respiraciones, el decir de una revelación. Sí creo que toda la poesía que nos interpela nos está salvando. Que leer con veinte años a Pere Gimferrer o a Raymond Carver es una de las mejores cosas que te pueden pasar con veinte años. Y tu lugar será más verdadero cuanto más hayas abierto el abanico, suponiendo que la voz poética solo pueda existir desde un único sitio.

Hay muchos mitos, como confundir brevedad y calidad, incapacidad y lentitud. Tampoco la abundancia garantiza nada, pero siempre será más difícil errar en un único libro de cuarenta páginas, con poemas de ocho renglones, que escribiendo una oda, y lo que ganas en seguridad lo perderás en vuelo. Afortunadamente, en un solo lector caben todos los vuelos verdaderos, con su celebración.

* Escritor