De improviso suena un aviso en el móvil y es Google preguntando qué tal ha sido mi experiencia en Sociedad de Plateros. No le había dado importancia a haber pasado un rato antes por la puerta y haberme asomado pero, cómo no, Google estaba perfectamente enterado de que había estado allí y, por lo que se ve, muy preocupado por mis experiencias. Ya que tengo el móvil en la mano abro el correo y de inmediato resalta un mensaje de Facebook para recordarme que felicite por su cumpleaños a un amigo que, para más inri y recochineo, falleció hace algunos años. No es la primera vez que tiene el mal gusto de recordármelo y hacerme pasar una vez más por este mal trago anual. Sin salir del correo, otro mensaje de una gran cadena comercial me aconseja, como si fuera cosa suya, sobre su nuevo catálogo de ventanas. Una casualidad que mosquea dado que ayer mismo estuve hablando con un amigo de ese tema y ya tengo aquí este mensajito sospechosamente relacionado. Si no nos estuvieron escuchando poco le falta, porque tampoco es la primera vez que ocurre. La desfachatez no puede ser mayor, y como estas muchas más. Esta creciente pérdida de intimidad agobia a cualquiera. Por ejemplo, ¿Para qué puede necesitar la app de la calculadora acceder a contactos, cámara o micrófono? ¿Por qué la mayoría de las app necesitan que mantenga activa la geolocalización? ¿Por qué esa insistencia para que acepte unas cookies que no tengo ni idea de lo que van a hacer? ¿Por qué se nos obliga constantemente a registrarnos en webs que posiblemente no volvamos a visitar? No recuerdo que antes me preguntase ningún tabernero sobre mi experiencia con el medio que me acababa de tomar, ni que mi vieja calculadora Casio necesitase saber de mis amigos, ni que por entrar en un comercio a ver unos zapatos tuviese que rellenar un formulario para registrarme, o que para consultar las tarifas de un hotel tuviera primero que geolocalizarme. Creo que todas estas intromisiones a mi privacidad van construyendo en alguna nube digital una especie de avatar distorsionado de mi persona que puede que en algún momento futuro llegue a ser considerado más real que yo mismo. Que sepa cómo soy, lo que me gusta y lo que deseo aunque yo, personalmente, no tenga consciencia de ello ni pueda apelar para corregirlo si no coincide. Tampoco es que haya mucho que ocultar, pero me gustaría por respeto personal ser yo quien filtre mi propia información, manifieste mis deseos, y elija la imagen de mí que quiero mostrar a los demás, no que lo haga ese avatar con el que cualquier algoritmo me ha decidido suplantar. Un avatar que, como he comprobado en el caso de mi pobre amigo, sobrevive de forma injusta y macabra al sujeto físico para continuar cumpliendo los años que éste no pudo cumplir. Da la sensación de que se está produciendo una traslación entre dos conceptos absolutamente diferentes que considero relevante hablar de ella. Cada vez es más utilizado el concepto «perfil» en detrimento del concepto «identidad». No confundamos. El perfil digital de una persona es absolutamente artificial y siempre se debería «coger con alfileres». Una especie de visión distorsionada (y seguramente falsa) de nosotros mismos exhibida en la redes y categorizada sepa Dios por quién. Un puzzle algorítmico que se va completando más y más con una amalgama inconexa de intenciones, ausencias, intervenciones, intereses, manifestaciones, imágenes, registros, relaciones, vínculos, consumos, ubicaciones, y «likes» (gustos), en el que somos culpables de contribuir al haber aportado piezas desde el desconocimiento o la irresponsabilidad pero que en ningún caso se nos las ha permitido encajar a nuestro criterio. La identidad es un concepto radicalmente diferente porque es absolutamente real. Va de la mano de la dignidad y la libertad ya que es el propio individuo quien la construye, ratifica y legitima. Parte de ella la recibimos en origen del grupo humano en el que nacemos y nos socializamos. A partir de ahí se va nutriendo de relaciones y experiencias vitales que forman parte de un proceso continuo y conexo en constante revisión para una mayor aproximación a nuestro modelo de valores y nuestra realidad. La expansión de la conectividad a través de Internet es hoy imparable, y nuestras interrelaciones a través de ese medio serán cada vez más cotidianas. Hay que estar alerta, los perfiles virtuales son la base para generar listas de criterios que abonan un camino que lleva a segregación, discriminación e injusticia. Mejor no perder el norte y que, aún en este mundo tecnificado, exijamos sistemas de registro e identificación controlados en los que siempre prevalezca el sentido de respeto a la dignidad humana.

* Antropólogo