La vida es un camino proceloso cuajado de claroscuros, en el que al tiempo que procuramos no perder de vista su extrema fragilidad, acumulamos experiencias positivas y negativas, logros y decepciones, cicatrices y goteras, amigos y enemigos; porque en la familia se nace, las amistades se hacen, y las enemistades crecen solas. En efecto, con ser lo mejor de la existencia, no todo en las relaciones con los demás es siempre de color de rosa (antes al contrario...). La bien conocida crueldad de los niños puede convertir los primeros años de escuela en una carrera de obstáculos, con baches tan grandes como simas que dejan una impresión profunda en el alma, terreno abonado más tarde para psicólogos y psiquiatras. Luego vienen la pubertad y la adolescencia, que traen los primeros amigos de esos que se conjuran para durar toda la vida, con los que, no obstante, se vive en continua necesidad de medirse. Muchos de los excesos que suscribimos durante esa etapa tan crucial del conformarse como personas derivan del deseo de parecernos a los otros, de ponernos a su altura, de demostrarles que también nosotros somos capaces y en consecuencia los merecemos. En el fondo, ritos de paso y honda raigambre existencial -mejor tipificados en culturas menos avanzadas, simples, contaminadas, pretenciosas o degeneradas que la nuestra-, destinados en último extremo a facilitar la integración en el grupo; porque, está claro, el ser humano, que es social y gregario por naturaleza, se hunde si se le excluye obligándolo a vivir en los márgenes.

Desembarcamos así en la edad adulta, a la que solemos llegar con las maletas bien provistas de amistades cimentadas en vivencias compartidas; pero también es entonces cuando solemos debutar en el mercado laboral -circunstancia que nos pone de pronto y sin anestesia frente a una nómina variable en número y calidad de nuevos compañeros, muy pocas veces amigos de verdad por más que lo proclamen- y formar una familia, que incorpora a nuestras respectivas agendas personales el bagaje emocional de la pareja. Se completa así, hasta cierto punto, el inventario de quienes compartirán con nosotros discurso vital; algunos con generosidad, delicadeza, disponibilidad y altas dosis de empatía, mientras otros, ingratos, transcurren sus días urdiendo traiciones y zancadillas, cómo pasarnos por encima o borrarnos del mapa.

No cabe, pues, la menor duda: conforme acumulamos años, incrementamos también el balance de personas que nos son tóxicas, y es necesario por lo general un accidente de salud o un trauma emocional del tipo que sea para que lo percibamos con claridad y reaccionemos con contundencia. Muchos, de hecho, ni siquiera llegan a hacerlo, alcanzando el final de su vida en una ficción de compinches incondicionales que les es cómoda y amable. Prefieren no profundizar ni hacerse preguntas; no ahondar en cuestiones que -intuyen- podrían provocarles una intensa agitación interior. Lo normal, sin embargo, es que, conforme alcanzamos la última etapa del camino, le echemos coraje y nos desprendamos de todo aquello que soportamos por pura apariencia, pero que en realidad nos denigra como personas. Hablo de los miserables; de esa gente que envidia o es desleal; de la morralla que no sabe vivir si no es gobernada por la mezquindad y la ira; de quienes debimos dejar atrás mucho antes si hubiéramos tenido agallas para ello o las circunstancias lo hubieran permitido. No lo digo yo; lo acaba de demostrar un sesudo estudio desarrollado durante veinte años por un equipo de investigadores de varias universidades norteamericanas, y publicado en la revista Science, sobre un grupo de chimpancés de entre 15 y 58 años que viven en el parque ugandés de Kibale. Cuanto más adultos, más pronunciada es su tendencia a rodearse de pocos, pero buenos compañeros de viaje; y, si esto no es posible, prefieren permanecer solos. Y es que, según parece, con la edad se esfuma de un plumazo la necesidad de ser aceptados, el miedo al rechazo, la conformidad y la resignación frente al conflicto, la negatividad, la toxicidad o las tensiones, en beneficio de estímulos emocionales más gratificantes. Lo han llamado «sesgo de positividad»; en realidad un acto profundo de valentía frente a las servidumbres y las cargas de la vida, avalado por la madurez, el autocontrol y la distancia que nos da sabernos ya, por fin, al margen de vasallajes, convencionalismos y compadreos. Una coincidencia más entre humanos y primates que deja de nuevo al descubierto nuestra parte más animal, aun cuando para permitirle eclosionar sin cortapisas, poniéndola de paso al servicio de nuestra independencia, nuestro bienestar y nuestra estabilidad afectiva, hayamos de vernos casi con un pie en la tumba. En tiempos de confinamientos y abrazos rotos no pretendo hacer una apología de la soledad (nada más lejos de mi ánimo), pero siempre que no sea un problema ni se viva con angustia, no esperen tanto. Mejor solos, o pocos, que mal acompañados.

** Escritor