Hay vocablos poderosos que tienen la cualidad de trascenderse a su origen histórico. Troya es uno de ellos, pues su polisemia enciende las evocaciones. Por supuesto, está la lucha entre el mito y la crónica, aquel lugar donde el hombre se remueve en la satisfacción de sus incertidumbres. Troya es mucho más que la apolínea revisitación de Brad Pitt. Desde Homero, es la tormenta perfecta de las lujurias y las ambiciones; la gran peineta que Heinrich Schliemann le hizo a los descreídos, enjoyando a su mujer con todos los oros del rey Príamo. Siete Troyas para dejar para siempre la ira de lo que va a arder. El plato frío de ver, siglos después, cómo Eneas, uno de sus supervivientes, hacía que Roma se merendase a los ensoberbecidos griegos. Una metonimia que inspiró todo el despliegue de virus informáticos. Pero sobre todo, la belleza que hizo caer una civilización.

Hoy no hablamos de Elena, sino de Inés de Troya. Y está por medio la ucronía que tanto nos gusta a los literatos. Debemos remontarnos a abril de 2019, a aquel momento en el que Albert Rivera era Paris y al que su propio ego le envió la manzana de la discordia. ¿Qué son 9 diputados de nada para sobrepasar al PP, que con 66 escaños había dejado al partido de Casado al pie de los caballos? Posiblemente ese tremendo error de cálculo fue el detonante de la enésima disolución del centro político. La suma de un hipotético Gobierno entre PSOE y Ciudadanos habría alcanzado 180 diputados. Aparte del pueril «Con Rivera, no» y todos los zascas de los nacionalistas y Podemos, España habría contado con un Gobierno solvente para afrontar todo lo que urbi et orbi se nos ha venido encima desde aquellos primeros contagios en Wuhan. Hoy, aquel audaz fundador del Partido naranja se ha convertido en un ramplón espectro shakespeariano, cuyo único disfrute político parece hacer caer a su indómita sucesora.

La propia supervivencia del centro político, más que a razones políticas, parece obedecer a expresiones matemáticas. Su capacidad de descomposición es directamente proporcional al olfateo de una debacle electoral. Y lo que se les viene encima a los anaranjados ya no es histórico, sino bíblico, con la dispersión de los hombres tras la torre de Babel. Ya les ocurrió a las mal avenidas familias políticas de la UCD, o a Rosa Díez cuando ninguneó la oferta de Rivera. Ahora toca recoger lo justo -al menos la dignidad- antes de abandonar el barco. Y a este paso, Lorena Roldán, la otrora líder naranja que se presentó a las elecciones catalanas bajo las siglas del PP, es una cristiana vieja.

Iglesias se apunta a la convulsión general, maquinando una virtual batalla del Jarama, echando yesca a la tontuna de patrimonializar la libertad en un Estado de Derecho; Se siente un brigadista internacional con la rebaba de, a la malas, hacer una oposición más consecuente, sin las ataduras del Gobierno y especulando con un erotómano sorpasso en la izquierda, mientras Ayuso puede bastarse con todas las fichas de la derecha. En mayo veremos si es una jugada maestra, o está más cerca del lactante espasmo del sollozo.

A los españoles nos gusta la plástica de las heroínas. Y en esta patética huida de tantos, a Arrimadas la pintamos como una Agustina de Aragón o una María Pita, con final desigual entre ambos casos. Los socialistas posiblemente van a perder Madrid, pero por la convulsión de Elena de Troya puede ganar el centro, ese espacio inexistente que, sin embargo, otorga el poder.

** Licenciado en Derecho. Graduado en Ciencias Ambientales. Escritor