Celebramos hoy el cuarto domingo de Cuaresma, este tiempo de silencio interior, de reflexión personal, de examen de conciencia, de conversión a Dios. Y como es lógico, la liturgia de la Iglesia, con buen criterio, nos ofrece en la lectura evangélica el argumento central de la Semana Santa, expuesto por el propio Jesús, en sus coloquios nocturnos con Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». Jesús se compara con la serpiente de bronce que Moisés había alzado en el desierto para librar de la muerte al pueblo pecador. Para comprender el pasaje hay que adentrarse en el mundo de los símbolos, tan característicos del cuarto evangelio. La serpiente recuerda la muerte pero tambien su antídoto. De hecho, en aquella civilización, la serpiente era signo de fecundidad. Así, la elevación de Jesús en la cruz como maldito, aunque represente el culmen de la ignominia, constituye también el máximo de su gloria y la mayor muestra de amor de Dios a la humanidad. La sobria liturgia del Viernes Santo vive un emotivo momento cuando, al entrar el celebrante en el templo, éste presenta la cruz a la asamblea y proclama: «¡Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo colgado el Salvador del mundo!». De la misma manera que los israelitas, en el desierto, miraban a las serpientes cuyas picaduras eran mortales y quedaban curados, tambien nosotros, mirando la cruz, podemos quedar, a la vez, heridos y curados. Heridos al darnos cuenta de la indiferencia con la que contemplamos tantas cruces en las que están clavados muchos hermanos y hermanas nuestros. Curados por ese «amor loco» de Dios que lo ha dado todo, hasta darse a sí mismo por amor a nosotros. La luz que desprende la cruz es una luz que nos juzga, no cegándonos, sino abriéndonos a una misericordia que siempre nos desborda: «¡Victoria! ¡Tú reinarás! ¡Oh cruz! ¡Tú nos salvarás!». Por eso, el papa Francisco, en aquel famoso Vía Crucis, celebrado en la plaza de Copacabana, dirigiéndose a más de un millón de jóvenes que lo rodeaban, les dijo: «Jesús con su cruz recorre nuestras calles para cargar con nuestros miedos, nuestros problemas, nuestros sufrimientos, también los más profundos. Con la cruz, Jesús se une al silencio de las víctimas de la violencia, que no pueden ya gritar, sobre todo, los inocentes y los indefensos; con ella, Jesús se une a las familias que se encuentran en dificultad, que lloran la pérdida de sus hijos o que sufren al verlos víctimas de los «paraísos artificiales». En aquel instante, el Papa lanza a toda la humanidad una pregunta lacerante: «¿Qué ha dejado la Cruz en los que la han visto, en los que la han tocado? ¿Qué deja en cada uno de nosotros?». Francisco ofreció esta respuesta entrañablemente consoladora: «Deja la certeza del amor indefectible de Dios por nosotros. Un amor tan grande que entra en nuestro pecado y lo perdona; entra en nuestro sufrimiento y nos da fuerza para sobrellevarlo; entra también en la muerte para vencerla y salvarnos». Y ante el amor de un Dios crucificado, solo caben tres actitudes: Primera, sentirlo en lo más profundo de nuestro ser, como un ramalazo de misterio; segunda, acoger ese amor, abriendo de par en par las puertas de nuestras conciencias libres y de nuestros corazones anhelantes; tercera, corresponder a ese amor divino con el lenguaje testimonial de nuestras mejores obras. Como nos dijera Benedicto XVI: «Lo que más necesitamos en este momento de la historia son hombres que, a través de una fe iluminada y vivida, hagan que Dios sea creíble en este mundo».