¿Y si la luz al final del túnel es solo un frigorífico que se ha quedado abierto? ¿Y si las grandes esperanzas se quedan solo en fruslerías y palmaditas en la espalda? ¿Y si la vida no es un carrerón de Fórmula 1 sino una partidita del Mario Kart? Madurar es no sentir culpa por dejar un libro a medias. Madurar es que se nos empiece a notar que no nos estamos enterando de nada. Madurar es escuchar solo discos que tengan más de veinte años. En 2001 sacaron The Strokes el ‘Is this It’. Converse falsas y botellines de Mahou en La Comuna. Erasmus alemanas. Los recuerdos, como los tentáculos de las medusas, son urticantes al tacto. ¿Qué es la vida sino el sueño de lo que dejamos atrás? ¿Y si, como escribió Borges, «en el trasfondo de los sueños acecha una resignada y sonriente melancolía»?

Cuando vivimos las mejores tardes de nuestra vida no sabíamos que estábamos viviendo las mejores tardes de nuestra vida. Y ahora que lo hemos descubierto, ya solo nos queda la gimnasia triste de la memoria. Como un mapa del tesoro que nos arde entre las manos. Como salir de la piscina sabiendo que ya no hace tiempo de piscina. Que no habrá más baños, que damos el verano por clausurado, que los amores ya serán de otoño y rebequita, de café y petisú, de apuntes, teclados y cláxones en los semáforos. Pisando hojas secas mojadas tras la lluvia. ¿Os acordáis de vuestra madre diciéndoos «te va a dar un aire» cuando hacíais mohines? El tiempo es eso ahora para mí, una voz que me riñe cuando hago monerías, que me obliga a la seriedad, a la sobriedad y a la intrascendencia. Me hago mayor y aunque llegue el momento de ponerme pelo, teñirme la barba y comer brócoli tres veces por semana, ya siempre seré mayor. Y pasarán los bares como pasaron los besos y pasaran los besos como pasaron los partiditos en la plazoleta. Del bollycao en el recreo al vermú de los domingos solo hay un paso. El problema es que ese paso separa el risco del abismo.

Quiero llegar a viejo con buen beber y una erección aceptable, con mi biblioteca intacta, con curiosidad por todo, con mis dientes y esta ferocidad pausada que llevo años cultivando. Quiero llegar y quedarme en el descansillo a oscuras como quien entra, tras un largo viaje, en casa. Levantar las persianas, abrir las ventanas y las puertas, deshacer las maletas, darme una ducha, tenderme en el sofá con una cerveza fría en la mano. Dejar que el viento caliente de la tarde pellizque las mejillas de mi casa. A eso aspiro, y a poco más. A gruñir de vez en cuando, a reírme con José Mota, a compartir chistes por el Whatsapp. No quiero darme tanta importancia. Llevo toda la vida rodeado de jefes, ahora quiero bailar en la fogata con los indios.

Nadie puede evitar que te flipes, pero fliparse no es necesariamente bueno. La vida es una cosita frágil, como las tacitas en las que servía el café mi tita Antoñita. La cogías del asa, las acercabas a la boca, y pensabas que iban a explotar por los aires en cualquier momento. Leo a tanta gente convirtiendo su vida en una suerte de ‘Leyendas de Pasión’, con patinetes eléctricos en lugar de caballos, con frases de autoayuda en Instagram en lugar de rifles. Sin Julia Ormond. Sin su mirada de avellana bañada en miel. Esas cosas. Esas aventurillas sobreactuadas. Desvivirse. Qué verbo tan peligroso. Creerse protagonista de todos los males y de todos los bienes que nuestra sociedad atesora. Como si el azar o la torpeza no marcaran realmente nuestro camino. Solo quiero un espejo donde mirarme sin que se me caiga la cara de vergüenza. Y comprender, por fin, aquello que decía mi abuela: «Si yo tuviera una boca prestada». Para decir todo lo que la madurez y el tiempo me han enseñado a no decir. Ni la cobardía ni el miedo la callaron, pero sí el decoro, el respeto y aquella noción salvaje y suya del equilibrio. De que cada cosa tenía su tiempo. De que cada uno tenía su espacio. En la familia y en el bloque. En el barrio y en la ciudad entera. Por eso pedía una boca, para decir lo que su boca, por sabiduría, callaba.

Los matrimonios no se rompen; los matrimonios, como el Nesquik, se disuelven. El divorcio de Íker y Sara es un poco el divorcio de todos nosotros. Ni el Mundial que ganamos está ya a salvo del tiempo, del camino orugado de los días. El tanto de Iniesta y el beso de Casillas. Todos los porteros sueñan con marcar un gol. A falta de goles, siempre nos quedarán los besos. El desamor es un balón que la barrera repele. La barrera es esta existencia fría. Un muro contra la alegría. ¿Y si la vida fuera un uy y no un gol? ¿Y si lo importante no era ganar, sino perder recibiendo menos goles de los esperados?

 ** Escritor