Todo está perdido cuando los malos sirven de ejemplo y los buenos de burla, señalaba hace 26 siglos el filósofo griego Demócrito. Repasando la prensa de estos días, y hasta donde me alcanza la memoria, se me viene a la mente este título de ‘La aniquilación de la vergüenza’, tomado de un capítulo del ‘Decálogo del buen ciudadano’, del profesor Victor Lapuente. La vergüenza, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, es la turbación del ánimo ocasionada por la conciencia de alguna falta cometida, o por alguna acción deshonrosa y humillante. O la estimación de la propia honra o dignidad, en otra acepción. Y pienso que, en buena medida, nos la estamos cargando, tanto la propia como la ajena. Aunque decirlo, ni esté de moda ni, en el fondo, importe mucho a algunos. Es poco práctico y menos aún, rentable.

No es que solamente no tengamos el más mínimo pudor en verbalizar y airear públicamente nuestros pensamientos aunque los mismos sean deshonestos o lesivos de otros derechos, como el honor, la dignidad y la convivencia, delitos a los que mal llaman libertad de expresión los más anárquicos. Tampoco hay problema en aparecer ante las cámaras en una provocativa cita a ciegas o en premiar el descaro en cualquiera de sus manifestaciones. No es solamente la desfachatez llevada al éxito en cuota de pantalla sino que, encima, nadie se siente responsable de nada en ningún terreno, incluida la política. El socialismo que nos gobierna echa las culpas de sus pactos envenenados a la negación del apoyo de Ciudadanos hace un par de años y a los recortes anteriores. El PP culpa de su quiebra al chantaje de Bárcenas; los independentistas culpan a la Monarquía, las autonomías al Estado, y así todos son unas pobres víctimas del mundo y, en consecuencia, irresponsables de sus actos en la historia.

Hemos pasado de una España avergonzada, temerosa y silenciada, donde pasar vergüenza era peor que pasar hambre, donde se reprimían ideologías y creencias, donde nadie se podía mostrar conforme a su naturaleza, deseos o preferencias si no querías que te aplicaran la Ley de Vagos y Maleantes o el repudio social, en el mejor de los casos; al extremo opuesto de una España desvergonzada, de insolencia e impudicia, de descarada ostentación de faltas y vicio, donde el Dioni ladrón se convierte en icono social que cobra por tertulias televisivas en prime time o lo fichan como estrella en Supervivientes; donde Teresa pasa de niñera a diputada y alto cargo por voluntad de la ministra para cobrar más pero haciendo lo mismo, donde el blanqueo se convierte en deporte nacional; donde se vacunan por la cara primero quienes tienen una obligación pública de ejemplaridad, donde la mentira no tiene consecuencia alguna, donde se comienza falsificando los avales del congreso y se termina falseando facturas con una «caja b» ya sea para sobres, prostitutas o mantenimiento de la red clientelar. Las redes sociales, incluso las televisiones, tenían que tener un pulsómetro de «vergüenza ajena» que desconectara de inmediato la aplicación, pues el circo siempre sigue mientre se aplauda a los payasos.

Todo vale, y absolutamente todo se justifica. Todos son pobres víctimas del sistema, de los rancios casposos, del patriarcado mundial, de la manipulación de las estructuras... Y así, nadie responde de nada. Fue un premio Pulitzer, el periodista norteamericano Bret Stephens quien acuñó que nuestra sociedad ha aniquilado la vergüenza. En todos los casos el culpable encuentra razones para sentirse victima -recordemos a la Sra. Cifuentes, víctima de quienes una mañana quisieron falsificar las actas de su máster para beneficiarla, como el que se levanta cualquier jornada para ponerse un café-. La propia indignidad, en esta feria de los indiscretos parafraseando a don Pío, puede convertirse hoy en un trampolín hacia el estrellato. El problema es que cuando los que mandan pierdan la vergüenza, los que obedecen pierdan el respeto.

** Abogado y mediador